La taza

Meto la taza al microondas y, al sacarla, me quemo los dedos. La leche está templada, pero la taza arde. Eso es porque la taza tiene alguna fisura, me aclara mi hijo, las ondas entran por ahí y se acaba calentando la taza en lugar de su contenido. Y claro, no puedo evitar comparar lo que le ocurre a la taza en el microondas con lo que nos pasa a las personas en la vida. Es suficiente una herida sin cerrar, un resquicio abierto en nuestra piel o en nuestra alma, para que nos convirtamos en vulnerables ante el mundo que nos rodea, para que nos entren por ahí todos los males, como le entran las ondas a la taza descascarillada. Basta que tu autoestima esté baja, por ejemplo, para que interpretes una mirada sin malicia como una señal de que caes mal a alguien; basta que hayas tenido una relación dolorosa, que la herida aún supure, para que te encierres en ti misma, como un bicho-bola, a la defensiva a la primera señal de que alguien te gusta; basta que te hayan tratado mal de niño o de niña para que llegues a aceptar que alguien te maltrate de mayor porque en el fondo sientes que no mereces nada mejor… Hay ocasiones en las que arderías como una taza porque todo lo que te dicen te entra justamente por la herida, la hendidura, la fisura que se te ha quedado abierta y no logras cerrar, aunque el tiempo pase. El tiempo lo cura todo, te dicen, pero quizá para ti el tiempo sea como el de un microondas, cuanto más pasa, más quema. Un ser herido es un ser siempre vulnerable, por eso no se puede juzgar nunca las reacciones de las personas como si todas fuésemos iguales, como si todas tuviésemos que reaccionar igual ante la misma situación. No todas partimos del mismo lugar. No tenemos por qué salir con la misma temperatura del microondas. Cuidado, pues, cuando le des un golpe en la espalda a alguien a modo de saludo. No juzgues su reacción sin saber. Puede que tenga la espalda quemada.

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