2023-03-11
Mi madre nos decía que cantáramos para no marearnos. Íbamos los tres hermanos en la parte de atrás del coche, siempre con miedo de marearnos, no solo por las curvas, también por los Ducados que se fumaba mi padre en el eterno camino de Gasteiz a Lekeitio o viceversa. Cantad para no marearos, nos decía, y ponía el casete del Trío Calaveras que tanto le gustaba a mi padre. Y así, nos poníamos a cantar “Qué bonitos ojos tienes debajo de esas dos cejas… ellos me quieren mirar, pero si tú no los dejas…” o “Con dinero o sin dinero, hago siempre lo que quiero, y mi palabra es la ley…”. No recuerdo si ello impedía que nos mareáramos, supongo que nos distraía, pero, eso sí, como consecuencia de aquellos viajes, tengo tatuadas en mi memoria las letras y las melodías de muchas rancheras. También de muchos tangos de Carlos Gardel.
No sé si la música es un buen antídoto del mareo, ni si, como dice Manolo García, el que canta su mal espanta, pero algo tengo claro: las personas que llevan música dentro, las que tararean canciones mientras pasean, las que silban una melodía que se les ha quedado pegada en la memoria, o cantan mentalmente mientras se duchan, tienen menos posibilidades de marearse en una vida en la que, con el tiempo, van apareciendo más y más curvas. Vamos, que creo que no apreciamos en su justa medida el potencial de la música para cambiar nuestro estado anímico, para hacernos sentir.
Esta semana necesitaba quitarme de encima algunos disgustos y decepciones que se me habían quedado pegados dentro como un chicle en la suela del zapato. Y, de repente, he recordado el consejo de mi madre: cantad para no marearos. Así, llevo unos días recurriendo a todos esos salvavidas que no recordaba que llevaba dentro. Y ha sido empezar cantando “Ese lunar que tienes cielito lindo junto a la boca…” y sentir que se despierta la niña alegre que llevo dentro. Porque llevar canciones dentro es algo parecido a tener siempre una flor en el bolsillo.
2023-03-03
2023-02-25
2023-02-11
2023-06-04
2023-01-21
LA CUCHARILLA
2022-12-31
Recuerdo una cucharilla metida en la botella de champán. La voz de mi madre: “Trae una cucharilla para que no se le vaya el gas al champán”. Y ahí poníamos la cucharilla, con el convencimiento de que era la manera más eficaz de que el champán no se nos quedara sin burbujas. Y esto ocurría en mi casa y en la de tantas otras familias. Cucharillas presidiendo desde cuellos de botella nuestras cenas navideñas.
Supongo que sobrevivimos diariamente gracias a ilusiones similares a la del champán, o a la del zumo de naranja que había que beber cuanto antes para que no se le fueran las vitaminas. Supongo que necesitamos ese tipo de creencias que compartimos y aprobamos colectivamente para mantener la ilusión de que estamos haciendo lo correcto y de que todo se puede mejorar.
Y precisamente hoy, el día en que acaba un año y estrenamos en pocas horas otro nuevo, consciente de todas las desgracias ocurridas en 2022 y sin olvidar los grandes problemas a solucionar que se nos presentan en el mundo de cara al 2023 (guerras, pobreza, cambio climático, asesinatos machistas…), siento la necesidad de convertirme en aquella niña que iba a la cocina a por la cucharilla y que volvía corriendo para ponerla en la botella, convencida de que con ello estaba evitando que el champán perdiera sus burbujas. Necesito creer que 2023 nos va a dar una oportunidad, como se creía en un tiempo en aquellas pulseras imantadas, las pulseras milagro, que curaban el reuma y otros males, o en la baba de caracol que regeneraba la piel, o en el complemento alimenticio de alcachofa con el que podías perder tres kilos en una semana. Necesito creer. Quiero acercarme al 2023, buscarle por alguna parte un orificio, y meter allí una cucharilla, como hacía de niña, porque quiero que no pierda fuerza, que no se quede sin gas, que pueda hacer frente con energía a todos los grandes retos que se le presentan a partir de mañana. Urte berri on.
SIN ESTRENAR
2022-12-24
Cuando a mi madre le regalaban algo bueno, bien podía ser un perfume caro o alguna prenda de marca, siempre lo guardaba. No eran cosas como para usar así por así, había que guardarlas para estrenarlas cuando la ocasión lo mereciera. Con el perfume caro guardado en el armario, mi madre se perfumaba todos los días con una colonia mucho más corriente y barata. El bueno ahí se quedaba, bien custodiado, entre pañuelos bordados, como si más que un perfume fuese una pieza de museo.Así ocurría también con las botellas de vino, las buenas se guardaban siempre para mejor ocasión. Y así, mi madre ha dejado sin abrir o estrenar muchas cosas como esperando el día que realmente mereciera aquel perfume, aquella chaqueta, aquel pañuelo, aquel vino. El día que, de tanto esperar a veces ni siquiera llegaba.
En la canción “Simulacro”, esa obra maestra de Rafael Berrio, dice “temo haberme pasado la vida dejando las cosas para una mejor ocasión que no llega”. Y, como siempre pasa con Berrio, sentimos que conoce nuestras vidas y nos canta solo a cada uno y cada una de nosotros. Porque esto nos ha pasado muchas veces: dejar que llegue un momento mejor para hacer una cosa u otra. Canta Berrio: “Temo haber vivido mi vida como si ello fuera un simulacro, como si yo tuviera el don de vivir por mi dos veces, de haber dejado a un lado la que importa en prenda de una vez futura, y haber malgastado en borradores la presente”. A veces, las ocasiones esperadas, se esfuman.
Entre las cosas de mi madre encontré hace poco el perfume al que me refiero. Está sin abrir, llevará así más de cuarenta años, recuerdo haberlo visto de niña. Y me impresionó tanto verlo, que, al llegar a casa, fui directamente a abrirme un Gran Reserva que me regalaron hace un tiempo y llevo tiempo guardando para una buena ocasión. La ocasión ha llegado, pensé, mientras preparaba una tortilla de patatas. Porque, como canta Berrio, “la vida sucede a medida que sucede y no hay una vida en serio y otra de licencia”.
2022-03-05
He ofrecido mi ayuda a una amiga. Me ha dicho que no puedo ayudarle. El problema que tiene, dice, es solo suyo, no tiene que ver con nadie, solo con su cabeza y con lo que pasa por ella. No es fácil que te digan que no puedes ayudar. Te sientes, de repente, totalmente inservible, pero me he atrevido a decirle que se equivoca. Que no hay nada que sea solo suyo, ningún problema, ninguna enfermedad, ningún conflicto. Que no vive sola en el mundo y que todo lo que haga o deje de hacer tiene su reflejo y sus consecuencias en todas las personas que le rodean.
Es habitual pensar así. Creer que lo que nos ocurre, sea bueno o sea malo, nos corresponde solo a cada persona y que cada una tiene que afrontarlo sola. No hay nada, sin embargo, que nos ocurra solo individualmente, aunque tengamos esa sensación muchas veces. Si la vida nos depara una gran alegría, esa alegría no es solo nuestra, porque se traslada a nuestros familiares, amistades, colegas del trabajo, a todas las personas con las que nos rozamos. Si estamos tristes, si la rabia nos consume, las vibraciones negativas se extenderán también sobre ellos y ellas. La negatividad será compartida.
No hay nada que te ocurra solo a ti. Estamos unidos como por un hilo de pita invisible. Parecemos seres totalmente autónomos, pero basta que levantemos un brazo para que a la persona que tenemos al lado se le levante una pierna. Cada movimiento nuestro tiene su efecto en las y los demás. De tanto recibir mensajes que refuerzan el individualismo, hemos llegado a pensar que vivimos en cabinas individuales, insonorizadas de los latidos exteriores. Pero no. Sentimos constantemente los latidos de quienes nos rodean. Y la actitud de alguien que tenemos cerca nos puede cambiar el día.
Así que, aunque me ha hecho sentirme inservible por un momento al decirme que no puedo hacer nada por ella, he decidido quedarme allí, a su lado, en silencio. Mis palabras no le van a ayudar, pero seguro que en algún momento percibe mis latidos.
2022-02-26
MIRAR A LOS OJOS
2022-02-19
He sido muy tímida desde pequeña. Recuerdo que mi madre siempre me pedía que levantara la cabeza cuando nos encontrábamos con alguien y se paraba hablar, o cuando había que posar para una foto. Levanta esa cabeza, me decía, y yo, incapaz de despegar mis ojos del suelo, sintiendo una irresistible atracción hacia el centro de la tierra… Me aterraba mirar a la gente a la cara.
Supongo que todas las personas mantenemos en nuestro interior la esencia de lo que fuimos de pequeñas, por lo que la timidez sigue siendo una de las características de mi personalidad, pero, con los años, nos vamos tuneando, vamos disimulando y nos hacemos con herramientas que nos ayudan a vivir y a convivir un poco mejor.
Así, con el tiempo he ejercitado la capacidad de mirar a los ojos a la gente y he descubierto que el mundo cambia totalmente cuando eres capaz de hacerlo. Porque cuando hablas con alguien sin mirarle a los ojos, estás hablando con la imagen que tienes en tu mente de esa persona; si consideras que es una persona que se enfada pronto, por ejemplo, te la imaginas enfadándose por lo que vas a decir. Sin embargo, cuando miras a las personas a los ojos, todo cambia.
A través de la mirada de esa persona entramos de repente a un mundo nuevo, a la esencia de esa persona, a su verdad. Y puede que nos esté diciendo una cosa, pero al mirar sus ojos nos demos cuenta de que nos quiere decir otra.
Mirar a los ojos a la gente es un requisito indispensable para la convivencia, porque nos permite ver a la gente desde dentro. Los ojos pocas veces engañan. Así que yo, en adelante, creo que voy a intentar no tomar ninguna decisión, no decir ninguna palabra, hasta haber intentado entrar al interior de la persona que tengo enfrente a través de sus ojos. Es posible que, una vez que consiga mantener mi mirada en la suya, vea a otra persona, la verdadera, la que se esconde tras su tuneada apariencia. Como cualquiera puede ver en mis ojos a la niña que no lograba alzar la vista del suelo.
LUCES LARGAS
2022-01-22
HUMOR
2022-01-15
EL MELOCOTÓN
2021-09-26
Me gustaría contarle a mi hija de qué va el melocotón. No sé si recuerdan aquella entrevista en la que al Fary le preguntaban cómo llevaba su esposa que él coqueteara y se liara con otras mujeres mientras ella se quedaba en casa. Tras dejar claro que él respeta mucho a las mujeres porque para él que son lo más bonito del mundo, sentenció: “Mi mujer ya sabe de qué va el melocotón”.
Pues eso, de ese melocotón me gustaría hablarle a mi hija. Me gustaría advertirle de que su jugo llega a pringarlo todo y convierte en pegajosos algunos suelos, en cárceles algunas camas, en escenarios de humillación algunas oficinas y en violencia contra los cuerpos de las mujeres algunos videojuegos, anuncios y muchos productos de consumo.
Me gustaría prepararla para las trampas que le tiene preparada la vida por nacer mujer y contrarrestar esa inercia contraria a sus derechos y sueños haciéndola consciente de su valía, de su poder, de todas sus posibilidades. Me gustaría que disfrutara del amor, pero que no permitiera que en nombre del amor ninguna persona coarte su libertad o no respete sus decisiones. Me gustaría contarle que esas escenas de sexo violento y denigrante para las mujeres que circulan ya por sus móviles no son la realidad y que el sexo debe ser un disfrute mutuo en el que nadie tenga poder sobre la otra persona, ni nadie tenga que hacer nada que no le apetezca hacer. Me gustaría advertirle sobre ese efecto instagramer que tanto daño está haciendo especialmente a las chicas, creando en ellas una ansiedad sin límites, por tener que aparecer en sus fotos siempre guapas, delgadas, estupendas. Me gustaría convencerle de que sus uñas, su pecho y su ombligo no valen más que su cerebro, su carácter, su valiosa aportación al mundo como ser humano único. Me gustaría enseñarle a tener siempre en cuenta a las demás personas, pero, al mismo tiempo, a defender su autonomía, para poder tomar sus decisiones en libertad…
En fin, que me gustaría contarle de qué va el melocotón antes de que alguien se lo cuente a la manera del Fary.
SEÑORAS
2021-03-12
DESILUSIÓN
2020-09-25
De la desilusión no se vuelve. Es un camino sin retorno. Por eso es tan peligrosa la desilusión, por eso duele tanto. En la vida, puede ocurrir que nos enfademos con un amigo o una amiga y que, con el tiempo, nos reconciliemos; puede ocurrir que una relación amorosa se apague por un tiempo y que, como las brasas cuando se soplan con un fuelle, vuelva de repente a encenderse otra vez… Nos podemos recuperar del enfado, del sentimiento amoroso, del dolor…, pero no de la desilusión. Cuando una persona nos desilusiona, es como si hubiese pasado una frontera y se hubiese cerrado una puerta a sus espaldas. Ya no puede volver a tu mundo, a tu confianza, a tu alma. Ya no puede volver a convertirse en parte de tu ilusión. Aunque quieras. Y eso es lo doloroso, que, aunque quieras recuperar a esa persona, la desilusión la ha expulsado ya de tu vida. La desilusión manda más que tu voluntad.
La desilusión es como algunas palabras, que marcan un camino de no retorno. Hay palabras que una vez dichas no tienen vuelta atrás. Cuando una pareja se pierde el respeto, por ejemplo. Hay un antes y un después. Aunque la pareja se mantenga unida, esas palabras seguirán sobrevolando siempre la relación como buitres.
La desilusión suena como un piano cuando no se sabe tocar. Es esa mezcla de notas y sentimientos en distintas direcciones que rompen la armonía y crean un estruendo imposible que nos molesta, nos disgusta, nos altera los nervios.
De la desilusión no se vuelve. Así que es importante andar con cuidado para que ni las personas, ni los proyectos en los que nos embarcamos nos desilusionen, pero, sobre todo, hay que andar con cuidado para no desilusionar a las personas que nos rodean, a las que realmente nos importan. A veces basta con mostrar de vez en cuando que nos preocupa lo que pasa en sus vidas para no pasar la frontera de la desilusión. A veces basta con avivar las brasas con el fuelle de vez en cuando para no llegar a ese estadio de no retorno. Ánimo, quizá estemos aún a tiempo.
LA PALABRA JUSTA
2020-07-17
Esto lo habrán sentido más de una vez, sobre todo, quienes se dedican a escribir, pero también cualquier otra persona, porque todas utilizamos las palabras, todas hablamos, todas escribimos. Me refiero a ese momento mágico en el que aparece la palabra justa, la frase que casa exactamente con lo que queríamos decir, el párrafo que condensa todo lo que teníamos guardado en la cabeza y queríamos expresar. Me refiero a esa especie de orgasmo que sentimos cuando encontramos La Palabra, la que nos hacía falta no solo para hacernos entender, sino para entendernos nosotros mismos.
Decía Carson McCullers que algunas buenas novelas son tan exactas como un número de teléfono. Me refiero a esa exactitud, a esa precisión que funde las letras con las ciencias, y que hace de la literatura algo tan exacto como las matemáticas.
A veces, leemos algo y sentimos que realmente no había otra forma, no había otra palabra posible para expresarlo. Que sólo había una opción y quien lo ha escrito la ha encontrado.
Quizá por eso escribimos. Porque queremos ver nuestras ideas con precisión en algún sitio. Porque nos ayuda a quitar a nuestras ideas toda la hojarasca de la generalidad para poder verlas como un árbol desnudo, limpio, como se ven nuestros huesos en una radiografía.
Martín Ugalde decía que para expresar sus ideas de forma clara necesitaba ese recorrido que le daba el escribir: que necesitaba ese tiempo en el que las ideas pasaran primero por la cabeza y luego por el brazo y al final acabaran en el papel. Escribir nos ofrece eso. Nos ayuda a aterrizar todas esas imágenes que giran y giran como un tiovivo en nuestra cabeza y nos permite verlas cara a cara, convertidas en algo físico, en palabra.
Incluso a veces sin escribir, cuando estamos hablando con alguien, se produce ese milagro. De repente, encontramos la palabra adecuada. Pero para ello necesitamos la ayuda de quien tenemos delante. Su mirada debe darnos esa oportunidad. Menos mal que las máscaras no nos tapan los ojos.
CONVERSAR
2020-07-03
Un amigo me dice que la campaña electoral es como una conversación entre los distintos partidos. Que se lanzan mensajes unos a otros en los mítines, y al día siguiente se responden. Le digo que a mí no me parece para nada una conversación. Que una conversación no tiene nada que ver con ese lanzarse mensajes como quien lanza pelotas en un partido de tenis. Que entiendo por conversación algo que te enriquece, aunque sea un poco, el espíritu. Y pienso en lo importante que es encontrarse en la vida con personas que te ofrezcan una buena, agradable y enriquecedora conversación. Es uno de los grandes placeres que se nos presentan a veces como inesperados regalos.
Una buena conversación tiene mucho que ver con la capacidad de decir de la persona que tienes enfrente, pero, sobre todo, con su capacidad de escuchar. Una buena conversación no es un monólogo ante tu público, sino que tus palabras crezcan gracias a lo que acaba de aportarte la persona que tienes enfrente. Porque las y los grandes conversadores consiguen en muchas ocasiones una cosa mágica: que las cosas que decimos también se conviertan en interesantes. Porque nos llevan de la mano a lugares que nos inspiran o porque nos hacen cuestionarnos cosas que nos parecían incuestionables. Una buena conversación siempre te desplaza un poco de tu casilla de salida y te lleva a ver el mundo desde otra atalaya. Una buena conversación no solo son palabras o intelecto, son también sentimiento. “Me hablas con palabras y yo te miro con sentimientos”, le dice la actriz Anna Karina a Jean Paul Belmondo en “Pierrot, el loco” de Jean-Luc Godard. Él le responde: “Imposible hablar contigo. No tienes ideas. Sólo sentimientos”. Y ella replica: “En los sentimientos hay ideas”.
Una buena conversación es una mezcla de muchas cosas y convierte en bellas a las personas, como bien resume esta frase de Serafino Bandini: “Para mí la belleza es una persona que después de una hora que nos habla es mucho más bella que una hora antes”.
ALGO MUY GORDO
2020-06-19
Es que si me concentro, lloro. Así me ha respondido una amiga cuando le he dicho que es hora de parar un poco, que la veo hiperactiva, sin parar de hacer cosas, haciendo planes, organizando encuentros, si no está haciendo el cambio de ropa de invierno por la de verano, está mirando en internet sillas para la terraza, entreteniéndose con lo que puede, sin tiempo para pensar. Y resulta que ese es el objetivo, porque tal y como me ha confesado, si se concentra, llora.
Me han dado ganas de responderle que lo que tiene que hacer es concentrarse y llorar, porque ese estar escapándose de sí misma todo el tiempo no tiene buena meta. Y he pensado que mi amiga es como este mundo, que no para, que no quiere parar para no ver que está impulsando un modelo de desarrollo insostenible, que se está comiendo el planeta, que hace a la gente pobre más pobre, a la gente rica cada vez más rica, que deja la dirección del mundo en manos de grandes multinacionales, que nos conduce al consumismo sin límite como única opción de ocio, que mira a la cultura como un adorno del que se puede prescindir… Y que cuando alguien le dice que pare, que piense sobre qué modelo de sociedad quiere construir, responde que no, que no para porque si para llora. Y si al parar se da cuenta de que esto no funciona, a ver cómo va a reinventarse todo lo que se ha montado alrededor de él. Que cambiar el modelo es algo muy gordo.
Tampoco mi amiga quiere verse desnuda ante todas las inercias que le llevan a hacer cosas que no le gustan, todas las palabras que ha dicho de las que se arrepiente, ante la imagen de lo que se ha convertido su vida, que en nada se parece a lo que un día, de joven, soñó. No lo quiere ver, y por eso gasta su tiempo buscando sillas para la terraza en internet. Aunque lo que realmente le gustaría llenar no es la terraza, sino su vida. No le he dicho nada, porque sé que me va a contestar que es inútil que, a estas alturas, cambiar su vida es algo muy gordo.
CONTAGIO
2020-05-15
Ordeno los libros. Este tiempo de confinamiento me permite hacer algo que llevaba mucho tiempo pendiente. Pienso en cómo hacerlo: por editorial, por orden alfabético, por lengua, por género, por temática… Mientras lo pienso, comienzo un juego. Empiezo a colocarlos en la estantería de manera que conversen entre ellos. Así, he puesto “Nubosidad variable” de Martín Gaite junto a “Nada” de Laforet. Y me las imagino contándose que no eligieron la mejor época para ser escritoras, hablando de lo que es sentirse sola y pionera en una época de posguerra. “Olvidado Rey Gudú” de Ana María Matute debe de estar por aquí, voy a meterla en la conversación, como quien agrega a alguien a un Zoom.
Cojo ahora “Demasiada felicidad” de Alice Munro y lo coloco junto a “El aliento del cielo” de Carson McCullers, dos reinas del cuento que conocen profundamente los recovecos de los seres humanos, sus zonas oscuras, ocultas. Tengo aquí “Hona hemen gu biok” de Dorothy Parker, traducida por Mirentxu Larrañaga. Seguro que Parker tiene alguna salida inteligente ingeniosa, maligna, en su estilo. Seguro que ríen las tres.
“Etxeak eta hilobiak” de Bernardo Atxaga, lo voy a poner junto a “Yo soy el poema de la tierra” de Walt Whitman, y a “Walden, la vida en los bosques” de Henry David Thoreau. Quizá conversen sobre la utilización de la naturaleza para hablar en realidad del alma humana, sobre el paisaje como descripción anímica.
“Catedral” de Raymond Carver. Creo que lo pondré a conversar con “Cuentos” de John Cheever. Tal vez recuerden aquella época, principios de los setenta, en la que coincidieron en la Universidad de Iowa impartiendo un máster de escritura creativa, cuando, según confesó el propio Carver, “No hacíamos más que beber”. Quizá brinden juntos de nuevo.
Y, de repente, pienso en hacer algo inconfesable. Ahora que nadie me ve, voy a poner mis libros pegados a los de las y los autores que más admiro. A ver si con el contacto consigo que me contagien algo.
FLANEUR
2020-05-08
El flâneur, ese personaje que se dedica al arte de pasear y observar el mundo, esa figura literaria que quedó consagrada gracias a Walter Benjamin, quien la toma de Charles Baudelaire, parece haber renacido estos días en nuestras calles, plazas y parques. Según Baudelaire, “para el perfecto flâneur, para el observador apasionado, es una alegría inmensa contemplar el mundo, estar en el centro del mundo, y, sin embargo, pasar inadvertido”. Después de él, el filósofo Walter Benjamin reflexionaba sobre la figura del flâneur dándole otra perspectiva: como medio para boicotear al capitalismo al pasear sin objetivo, sin consumir, sin ser mercancía.
Pienso estos días en si esta vuelta a la calle de tantas personas en forma de paseantes ha acercado a más de uno y de una a una actividad que no practicaba antes o si ha cambiado la percepción del paseo en la gente que ya lo practicaba con anterioridad. Si estas semanas de encierro y esta semi-libertad que vivimos con franjas horarias y fases les han ayudado a percibir en sus paseos nuevas sensaciones: si han mirado a su alrededor con más atención, si en algún momento han cerrado los ojos para respirar fuerte, si han sentido el viento sur acariciándoles las mejillas, entre el pelo, si lo han reconocido en el gesto ladeado de los árboles o en el movimiento tan parecido al del mar de los campos… Si se han fijado en las hojas, las sombras, los destellos; si se han parado a escuchar el trinar de los pájaros, el murmullo de otros paseantes… Me pregunto si la figura de paseante que vemos estos días se parece en algo a aquel flâneur para quien la acción de andar era toda una filosofía y actitud ante la vida. Porque el flâneur mira, pero no de cualquier manera, mira hacia fuera y hacia dentro a la vez, consciente de que su subjetividad está relacionada y condicionada por su alrededor. Me pregunto si estos días alguien más se ha unido a la creencia de que precisamente el hecho de ser inútiles convierte muchas cosas en bellas.
ENFERMEDADES
2020-04-24
Cuánto estamos oyendo estos días aquello de que ya falta menos para salir de casa y poder abrazarnos, besarnos, reunirnos con nuestros amigos y amigas tomando algo en un bar… No sé si es por mi tendencia a ver siempre la trastienda o el lado de sombra de las cosas (acrecentado ante esta excepcional situación provocada por el virus), pero estos días he pensado en toda esa gente a la que no le queda menos para abrazar o besar a nadie, simplemente porque no tiene a quien abrazar ni besar.
Hay mucha gente sola, sin círculo de amistades, sin demasiado contacto social, más allá de una relación correcta con sus compañeras y compañeros de trabajo o del saludo cordial al vecindario en el ascensor. La soledad que ha experimentado estos días mucha gente en sus casas, la experimentan muchas personas no ya en sus casas sino también fuera de ellas sin necesidad de que llegue ningún virus. Y cuando escucho los anuncios o las noticias que nos hablan de los abrazos y los besos que llegarán, como algo seguro y generalizado, pienso que habitualmente hablamos de las personas como si todas fuésemos iguales o tuviésemos las mismas experiencias, provocando que las personas que se salen de ese modelo considerado “normal” se sientan extrañas e incluso culpables de lo que les pasa.
Esta situación provocada por el virus ha desnudado a la sociedad en general, pero también a cada persona en particular. En estos días estamos viendo, por ejemplo, cuál es nuestro círculo básico de relaciones, el real, y a qué personas echamos más de menos, qué peso tienen unas y otros en nuestras vidas. Está siendo revelador como cuando pasamos los contactos de una agenda a otra y decidimos qué números pasan y cuáles no. Esta pandemia está dejando a la vista muchas carencias de la sociedad en general, pero también nos está dejando ver más claro que nunca las carencias de cada una y cada uno de nosotros. Nuestras debilidades. Nuestras otras enfermedades.
EL RELOJ
2020-03-27
Hace poco me regalaron el que fue el reloj de mi padre, su reloj de toda la vida, el que siempre le hemos conocido. Lo he colocado sobre una estantería del salón. Desde allí vigila nuestra vida cotidiana. Y desde que tenemos que pasar las veinticuatro horas en casa, siento más su presencia, no solo por razones sentimentales, sino porque me ha hecho pensar en el tiempo.
Estos días ando atareada, pero, aun así, siento que he empezado a hacer las cosas de otra manera. Colgar la ropa en el balcón, por ejemplo. Algo que siempre hago corriendo y a toda prisa, de repente he empezado a hacerlo con una cadencia que es extraña en mí. Es como si quisiera ofrecerle su pequeña ceremonia a la acción de colgar la ropa. De repente, soy consciente de que se pueden colgar los calcetines y las camisetas de muchas maneras y me quedo pensando dónde colocar cada pieza, qué adelante, qué detrás. En algún momento he llegado a sentir que estaba creando una obra de arte con piezas de diferentes colores y tamaños. Una escena imposible en mi vida anterior a esta crisis.
El reloj de mi padre y esta situación de confinamiento han traído a mi casa un tempo diferente, quizá el de la época en que mi padre llevaba ese reloj. Y he recordado una foto antigua. En ella aparece mi padre, con unos veinte años, junto a otros jóvenes, sentado en el muelle de Lekeitio mirando al mar, sin hacer nada especial, solo mirando. Parecen en paz con el tiempo, reconciliados con él.
Esta crisis nos enseñará muchas cosas y una lección será la del tiempo. Ese tiempo que en una generación ha pasado de ser amigo a rival. ¿Cómo hemos inventado la idea de “perder” el tiempo? ¿Nos damos permiso para aburrirnos? ¿Le damos a cada cosa que hacemos el tiempo que merece? ¿Por qué no ofrecer también a nuestras acciones más ordinarias su pequeña ceremonia?
Vuelvo a mirar el reloj de mi padre. Las agujas están detenidas marcando las doce y cinco minutos. ¿Cuándo se detuvo ese tiempo? ¿Volverá alguna vez? ¿Le dejaremos volver cuando todo esto termine?
ÉPICA
2020-03-20
A las mujeres nos falta la épica. Lo escucho en una conversación entre dos referentes del feminismo, Ana de Miguel y Amelia Valcárcel. Señalan que en la Historia no ha trascendido apenas nada de la aportación de las mujeres y su aparición en el relato ha estado siempre ligada a un ámbito privado de cuidados de la familia o al de objeto de deseo para el hombre. La épica ha estado ligada a las hazañas de los hombres, a sus conquistas, descubrimientos, gestas y proezas. Las mujeres acompañaban o pasaban por allí.
Veo la foto de la trabajadora del Congreso de los Diputados que ya se ha hecho famosa, Valentina. Subida al estrado, el lugar desde el que se habla de “las cosas importantes”, con mascarilla y guantes, pasando un trapo al micrófono para desinfectarlo.
Y me parece que por un momento la épica está ahí, en esa foto, en ese foco. En ese pararnos a mirarla. Una mujer invisible que, de repente, ante una situación de emergencia, aparece iluminada. Y junto a ella aparecen muchas otras mujeres a las que casi no vemos pero sostienen la vida diariamente. Mujeres que trabajan dentro y fuera. Mujeres en sectores feminizados y en consecuencia menos valorados: auxiliares de enfermería, cajeras de supermercados, reponedoras, cuidadoras, cocineras, empleadas de hogar… Siguiendo una tradición de trabajos invisibles que sostienen la vida.
Esta crisis nos está dejando entrever lo importante. Está revelando a esta sociedad cegada por el individualismo que no somos personas autónomas sino absolutamente interdependientes. Que los cuidados son la columna vertebral que sostiene nuestras vidas y que necesitamos lo colectivo, lo público, para cuidarnos. Que hay que poner el cuidado en el centro y no puede recaer de manera abrumadoramente mayoritaria en las mujeres.
Necesitamos una épica. Necesitamos aplausos para ellas desde los balcones y desde el hemiciclo. Pero sobre todo necesitamos que tengan trabajos dignos, valorados, bien pagados y bien repartidos.
EQUIPO
2020-03-13
En literatura, hay una manera muy eficaz de conocer al personaje que estamos creando: llevarlo a una situación límite. La reacción del personaje ante esa situación nos devolverá una fotografía bastante nítida de cómo es en realidad. Todas las personas mostramos cómo somos, sobre todo, cuando vienen mal dadas. Nuestras decisiones en esos momentos nos retratan.
Las imágenes de gente comprando compulsivamente en los supermercados, vaciando las baldas de la leche, de la carne, (¿del papel higiénico?), por miedo al escenario que se pueda crear por el coronavirus, y creando así una alarma social que no hace más que empeorar las cosas, nos muestran una fotografía de una sociedad individualista, del sálvese quien pueda, una sociedad, en definitiva, sin conciencia social. Y es en estos momentos cuando nos damos cuenta de la importancia de formar a una sociedad como tal, como un grupo de personas que forman algo conjuntamente, que comparten un espacio común y que son capaces de aportar algo de su parte ante un reto común.
En este país ha funcionado durante mucho tiempo y en muchos ámbitos la cultura del auzolan, que de alguna manera se ha traducido en un importante tejido asociativo, en la tendencia a reunirse en sociedades y asociaciones de todo tipo, en el cooperativismo, en los actos de solidaridad o de apoyo a causas como nuestra lengua, en movimientos como el de las ikastolas, en el voluntariado…
Vivimos, sin embargo, inmersos en un sistema capitalista en el que prima el interés individual, un sistema que es capaz de desactivar esa conciencia social y sustituir convivencia por competencia. El coronavirus no pone solo a prueba nuestro sistema sanitario, nuestros cuerpos, o nuestras instituciones. Pone también a prueba nuestra capacidad de responder colectivamente a una crisis. Nos pone el termómetro en nuestro nivel de conciencia social y de responsabilidad.
Ahora que se suspenden partidos creo que es precisamente el mejor momento para decir eso de “ánimo equipo”.
ESTAR ESTANDO
2020-03-06
Estar estando
Entro en el bar. La camarera, una joven de melena pelirroja, habla por el móvil. Se me acerca sin dejar de atender al teléfono y alza las cejas. Entiendo que me está preguntando qué quiero. Le pido una caña. Sujeta entonces el teléfono entre la oreja y el hombro con gran habilidad para servirme la caña. Y sigue después hablando. No es una conversación urgente, habla con una amiga de todo un poco. Ya, maja, le dice de vez en cuando. Le pago mientras sigue hablando y, con el móvil entre la oreja y el hombro aún, le da mis vueltas a otro cliente. Pienso que no está donde debe estar, sino en otro sitio.
Me he acordado de una amiga que siempre dice que hay que estar estando. Y como ejemplo de las consecuencias de estar haciendo una cosa y tener la cabeza en otro sitio, suele contar que un día fue a candar la bicicleta a un árbol y candó sólo el árbol, dejando la bicicleta libre.
Es lo que tiene no estar estando: que no te concentras en lo que estás haciendo. Que tus brazos, tus piernas, tu rostro no están en coordinación con tu cerebro. Quizá sea uno de los males que nos acechan en las relaciones personales en los últimos tiempos. Todos sabemos perfectamente lo que es hablar con alguien mientras contesta Whatsapps.
Y el problema no es no estar estando, sino huir a un sitio que ni siquiera merezca la pena. Porque hay ocasiones en las que nos podemos permitir la licencia de escaparnos del momento presente: cuando soñamos despiertos con algo que nos fascina, cuando nos enamoramos y no podemos pensar en otra cosa, cuando tenemos un problema de difícil solución que nos preocupa mucho… El problema es no estar estando para estar en un lugar vacío, superficial, de puro entretenimiento. El problema es no escuchar lo que te dice tu amigo en una cena porque estás subiendo a Instagram una foto de lo que estáis comiendo.
Pero, bueno, como dice mi amiga, todo tiene su parte buena. Cuando volvió a por la bici, ya se la habían robado, claro, ¿pero el árbol? El árbol no se lo llevó nadie. Estaba allí atado y bien atado.
VACUNA
2020-02-28
“Be a lady, they said” es el título de un vídeo que circula por las redes en el que al tiempo que se nos muestran numerosas imágenes de mujeres en anuncios publicitarios, revistas y televisión, se enumeran algunos de los mandatos que las mujeres vamos absorbiendo como una esponja a lo largo de nuestra vida. Mandatos muchas veces contradictorios que nos piden, por ejemplo, ser sexys y puras a la vez, sucias y limpias, celestiales y terrenales. La actriz Cynthia Nixon va enumerando en el vídeo algunos de estos mensajes como: Tu falda está muy corta, tu falda está muy larga, no muestres tanta piel, cúbrete, luce sexy, luce hot, no seas tan provocativa, estás pidiéndolo, sé pura, sé sexual, sé experimentada, sé inocente, sé sucia, no seas tan mojigata… No seas muy flaca, come, adelgaza, no seas gorda…
Estoy viendo el vídeo mientras tengo a mi lado a mi hija, aún niña, pero no por ello libre del bombardeo. Sin cumplir todavía los diez años, la veo imitando gestos sexys de protagonistas de los vídeos que ve en Youtube, subiéndose la camiseta para mostrar el ombligo mientras baila o aprendiendo en un tutorial a pintarse las uñas o los ojos para estar atractiva. La veo viendo imágenes de niñas hipersexualizadas y mirándose después la tripa y diciéndome que está gorda y que igual tiene que hacer dieta, y pienso que está en camino ya, preparada para absorber todos esos mensajes que le incitarán a moldear su cuerpo siguiendo el canon, a mostrarse sexy, a mostrarse hot, a ponerse a dieta, a depilárselo todo…
Y quiero decirle que no, que su tripa es preciosa, que no tiene que convertirse en un objeto para el disfrute de nadie, que es única y valiosa, pero mis palabras no son suficientes para parar la corriente. No tengo mascarilla para parar este virus. O quizá sí. La he llamado a mi lado y nos hemos puesto a ver el vídeo juntas, mientras le hablo, le cuento. Tengo que vacunarla cuanto antes. Tenemos que vacunarnos cuanto antes.
DUEÑA
2020-02-21
Se ha cruzado con un grupo de chicas que están sentadas en un banco, a pocos metros de otro banco en el que hay un grupo de chicos. Risas, miradas de un banco a otro y mucho móvil. Isabel ha pensado que en sus tiempos no había móviles, pero que ya se las arreglaban para comunicarse con quien les interesaba. Y ha recordado aquel momento terrible en el que debía pasar por delante del chico que le gustaba. Y cómo su andar, de repente, se volvía ortopédico, como si se le hubiese olvidado caminar: ¿Cuál va ahora el pie derecho o el izquierdo?
Todavía hoy le pasa algo parecido con la gente que le interesa, le gusta o le importa. Siente ante ellos o ellas como si no fuese del todo dueña de sí misma. Como si el interés por esa persona le impidiera actuar con naturalidad. Y, al mismo tiempo, como si no consiguiera ser del todo racional y no pudiera controlar del todo sus sentimientos. ¿Justamente me tiene que pasar esto con la gente que me gusta? ¿Por qué no puedo ser tan racional y tranquila como con la gente que me da igual? A Isabel le da mucha rabia y piensa que a pesar de que han pasado muchos años sigue haciendo lo mismo que cuando era adolescente. Se vuelve ortopédica. Pierde el control de sí misma.
Con este pensamiento en la cabeza, Isabel ha recordado que en algún momento de su vida leyó algo de Alejandra Pizarnik, no recuerda si un poema o una cita, que decía algo parecido. Y se ha puesto a buscar. Y sí, así es, lo ha encontrado, en uno de sus cuadernos. En algún momento de su vida apuntó estas palabras de Pizarnik: “Qué fácil ser serena y objetiva con los seres que no me interesan, a cuyo amor o amistad no aspiro. Soy entonces calma, cautelosa, perfecta dueña de mí misma. Pero con los poquísimos seres que me interesan… Allí está la cuestión absurda: soy una convulsión”.
Sus palabras le han confirmado una vez más que la literatura sirve en buena medida para que alguien ponga palabras a nuestros propios pensamientos
PALABRAS
2020-02-14
Veo la entrega de los Goya, veo la de los Oscar. Premio a la mejor actriz, al mejor actor, director… Enfocan los rostros de las personas nominadas. Todas tienen el discurso preparado, pero solo una de ellas se levantará de su asiento, llegará hasta el micrófono y lo pronunciará. Cada vez que presencio esta escena me pregunto qué pasa con los discursos que no se pronuncian, ¿dónde se quedan? ¿En la garganta de los nominados? ¿En sus sueños? ¿En sus pesadillas? ¿Realmente existen esas palabras? ¿O es necesario que sean pronunciadas para que existan?
Una mujer habla por teléfono, sentada en un banco del parque de la Florida. Más que hablar, escucha, nerviosa, mientras se muerde las uñas. De vez en cuando coge aire, como si tomara carrerilla para decir algo, pero enseguida algo frena sus palabras, y sigue escuchando y destrozando sus uñas. Vale, pues adiós, dice en un momento, resignada, y al colgar, los ojos se le humedecen. Guarda con rabia el teléfono en el bolso porque le duelen las palabras que no ha dicho, las que no se ha atrevido a decir. “¿Pero, tú realmente me quieres?” Otra vez se ha quedado sin pronunciar esas palabras que tantas veces ha ensayado, como los nominados en los premios del cine. Y ¿dónde se queda esa pregunta?
Siempre he pensado que las palabras que no llegamos a decir son más importantes que las que decimos. Las palabras no dichas existen, aunque nunca salgan de nuestras bocas, porque son las palabras verdaderas, palabras desnudas, limpias de conveniencias, de normas de educación o de orgullo. Son lo que realmente nos gustaría decir al mundo. Pero no siempre se escucha nuestro nombre tras el famoso and the winner is. Y nos las tragamos. E intentamos engañarnos, pensando que si no se pronuncian no existen. Pero, ¿dónde se quedan en realidad las palabras no dichas? Que se lo pregunten a nuestra garganta, a nuestro estómago. El pinchazo nos dice que en nuestra vida se quedan. En nuestra vida existen, vivas.
UN CORTADO
2020-02-07
Has pedido un cortado y otra vez te han sacado un café con leche pequeño. No te gusta, odias la leche, solo toleras una nube en tu café, pero, aun así, te tomas el cortado, pagas y te vas, sintiendo que el blanco líquido se revuelve en tu estómago. Te ha sentado mal. Y te enfadas. Te enfadas con el camarero, te enfadas con el mundo, cuando en realidad deberías enfadarte contigo misma por no haber tenido el valor de decirle que no le has pedido un café con leche, sino un café solo cortado con leche. Un cortado, como su propio nombre indica. Mañana irás a otro bar, y si te vuelven a servir un vaso mitad café mitad leche, ¿volverás a tragar?
Pedir algo y recibir lo que no has pedido. Seguramente volverás a tragar, porque llevas un importante entrenamiento en lo que se refiere a tragar cosas que no te gustan, o más bien, aceptar cosas que no has pedido. Con esa cara de quien acepta “pulpo como animal de compañía”. La vida te ha ido domesticando poco a poco y has aceptado la compasión cuando en realidad pedías ánimos, has aceptado un piropo cuando en realidad solicitabas reconocimiento, has aceptado amistad cuando pedías amor, has aceptado la indiferencia cuando esperabas gratitud… Has recibido mucho de lo que no esperabas y en lugar de volver a pedirlo, has tragado, sintiendo, cada vez, una espina atravesando tu garganta.
Y te preguntas si merece la pena insistir. Pedir una y otra vez a alguien aquello que quieres de él o de ella, cuando intuyes que no importa lo que pidas, que a veces, muchas veces, no te escuchan realmente, simplemente te dan lo que tienen previsto darte.
Como ese camarero. El que no entiende lo que es un cortado. Has decidido que mañana vas a volver al mismo bar. Le vas a pedir un café solo, y cuando te lo sirva, le dirás si te puede echar una gota de leche. Quizá el truco esté en cambiar de estrategia. En no pedir directamente lo que quieres. En hacer ver que quieres amistad, cuando realmente quieres amor; que deseas un piropo, cuando en realidad quieres reconocimiento.
ENERO
2020-01-31
Enero es un lunes largo. Con sus bostezos de primera hora en el coche, con sus mochilas de colegio cargadas de libros, con sus camas por hacer, con su regusto del fin de semana, con su nevera vacía, con su lista de quehaceres, con su barra de pan de vuelta a casa, con su cansancio crónico.
Enero es volver a andar sobre tus propios pasos, sobre los pasos de la gente. Enero es mirarte en el espejo y verte cara de gente; es sentir que las personas de dientes blancos que te sonríen desde las marquesinas son extraterrestres que viven muy lejos; es hacer cola en la oficina de Correos y verte como a un número; es pensar que tienes pendiente pedir cita con el médico de cabecera y no pedirla, tampoco hoy.
Enero es un lunes largo, que quizá solo tiene sentido si quien lo transita no pierde sus ganas de renovarse, de hacer las cosas mejor o de forma diferente, de buscar nuevos caminos para llegar a otras metas, de dar pasos firmes y valientes que le acerquen a lo que le gusta. Porque enero es también renovar el vestuario en rebajas, comprar nuevas sábanas y toallas. E igual que renuevas tu casa y tu aspecto, enero te da la oportunidad de abrir nuevos caminos, tener nuevas esperanzas e ilusiones, esforzarte en algo que te gusta, preparar terrenos para lo que venga, adelantarse a la vida antes de que la rutina y la costumbre te atropellen. Es una buena atalaya, una buena oportunidad para preparar el camino. Para sembrar.
Enero es una buena oportunidad para volver a aprender a andar. Para dejar por un tiempo de andar de modo automático y tomar consciencia de estar pisando ahora con el pie derecho, ahora con el izquierdo. Enero es renovarse o morir; es seguir pedaleando preguntándote a dónde quieres llegar.
Pero se nos acabó enero. Y, en muchos casos, seguimos volviendo a casa al mediodía comiendo el currusco de una barra de pan sin saber aún qué queremos ser en febrero, sin saber qué queremos ser de mayores
MÁS ALLÁ
2019-12-27
Dice que no sabe por qué la gente le habla tanto. No sabe por qué se le acercan y le cuentan sus cosas. “Si hay un borracho en el bar, siempre acaba contándome su vida a mi. No sé por qué, es como si tuviera un imán”, me dice, mirándome fijamente a los ojos, con esa manera que él tiene de mirar que parece que traspasa tus ojos, como si en lugar de mirar a tus pupilas, estuviese viendo tus pensamientos en una pantalla de Cinexin.
Dice que no sabe por qué la gente acaba contándole cosas que no cuentan a cualquiera, que no sabe por qué confían y se fían tanto de él incluso quienes le conocen poco. Él no lo sabe, pero creo que su gran secreto es una cualidad muy sencilla, incluso natural en los seres humanos, pero no tan común. El secreto es que él mira más allá de tu piel, de tu aspecto, de tus ojos cuando te mira. El secreto es que en su mirada delata cierta curiosidad por la persona que tiene enfrente, por lo que guarda dentro. Las personas no son para él un espejo en el que se mira a sí mismo. Él no está pensando en lo siguiente que te va a decir mientras hablas, ni en la cara que vas a poner cuando se lo digas. Él escucha. Escucha con los oídos y con lo ojos. Algo tan simple y tan natural y cada vez menos común en esta sociedad del selfie y del monólogo, en la que nos dedicamos cada vez más a escucharnos a nosotros mismos y cada vez tenemos menos curiosidad por quien tenemos enfrente.
Como dice una buena amiga mía, ocurre que lo normal se ha convertido en excepcional. Y es por eso que cuando sentimos que alguien hace algo tan natural y humano como escucharnos, cuando alguien nos mira más allá de nuestros ojos, sentimos un imán hacia él o hacia ella y, sin darnos cuenta, le hablamos con palabras verdaderas, las que nos salen de dentro. Porque sentimos que alguien ha mirado allí, simplemente ha mirado con curiosidad, a ese precipicio, ese lugar en el que realmente somos.
UNA VEZ
2019-12-20
Cosas que has hecho solo una vez en la vida. Escuchaba el otro día en voz de la actriz Miren Gaztañaga un extracto de la obra teatral Ezekiel en la que el protagonista se preguntaba sobre las cosas que ha hecho una sola vez en la vida y ponía algunos ejemplos como “correr desnudo por la nieve”. Si nos preguntan por cosas que hemos hecho solo una vez en la vida, respondemos con situaciones excepcionales: Acudir como invitada a una boda en Japón, subir escalando una cascada congelada…
Sin embargo, todo lo que nos sucede en la vida nos sucede solo una vez. Esa vez. Todo lo que ocurre, existe únicamente en ese momento y no se repite nunca más en la vida, aunque volvamos a hacer algo parecido o incluso idéntico. Solo está ocurriendo ahora, no va a volver a ocurrir.
Podemos encontrarnos con una persona muchas veces, en los mismos sitios, a las mismas horas, pero cada encuentro será único y no volverá a suceder. Ser consciente de ello, sin duda, nos hace vivir con más intensidad, con más emoción.
Llegan unas fechas que provocan felicidad y alegría en mucha gente pero que también deprimen a muchas personas. Ojalá pase cuanto antes, desean, cuando llega la Navidad. No sé si les sirve de consuelo, pero quizás pensar que lo que ocurra en la cena de Nochebuena o en la comida de Navidad solo va a ocurrir una vez y no se va a repetir pueda ayudarles a llevarlo mejor. Apreciar que quizá al año siguiente pueda faltar alguien en esa mesa, o que las condiciones en las que se encuentren no sean las mismas.
Quizá la alternativa pueda ser intentar poner todos nuestros sentidos en lo que estamos haciendo en cada momento, como si estuviésemos corriendo sin ropa por la nieve o bebiendo sake en una boda japonesa. Con curiosidad, con atención, intentando que el velo de la rutina no oscurezca el paisaje.
Cosas que has hecho solo una vez en la vida. Lo que he hecho hoy, por ejemplo. Lo que estoy haciendo ahora mismo.
FÁCIL
2019-12-13
Ese camarero que antes de que llegues a la barra ya te está mirando para poder servirte cuanto antes, sin que tengas que esperar; esa compañera de trabajo que te cubre para que te puedas tomar un café o que desvía tu teléfono al suyo cuando te ve cargada de trabajo; ese vecino que te riega las plantas cuando te vas de vacaciones; esa profesora que tiene la paciencia de volverte a explicar la lección pero de otra forma, para que la puedas entender mejor; esa amiga que te propone quedar cerca de tu casa en lugar de en el centro porque sabe que los viernes estás muy cansada; esa compañera que encarga el restaurante cuando vais de cena o piensa en cuál puede ser el mejor regalo que le vais a hacer a alguien; esa amiga que te dice no con la cabeza en el probador de esa tienda de quinceañeras y te lleva a una tienda de ropa como para ti…
Son todas ellas personas facilitadoras. Una especie de engrase que la maquinaria de la vida nos regala a veces. Gente que nos hace la vida más fácil. La ya de por sí complicada vida. Porque no estoy para nada de acuerdo con esa frase (que seguramente en alguna época de mi vida yo también habré utilizado) de que la vida es sencilla y nosotros y nosotras la complicamos. No. Nosotros y nosotras también somos la vida, y la vida es complicada. ¿Cómo no va a ser complicada cuando cada una de las personas tiene intereses, gustos y opiniones diferentes y tenemos que convivir? ¿Cómo no va a ser complicada cuando ya cada persona tiene bastante con intentar darle un sentido a su vida? ¿Cómo no va a ser complicada cuando la realidad muchas veces nos impide realizar nuestros sueños? La vida es complicada. Así que lo mejor que se puede hacer es intentar rodearse de personas facilitadoras. Son el regalo de cada día. Esa persona que te sonríe en el metro o en el autobús, como diciéndote: sí, yo también estoy perdida, pero vamos a hacer por lo menos que esto sea agradable. Lo más fácil posible.
INVENTOS
2019-11-08
Me ha dicho Alazne que, aunque es pronto aún para cerrar el repaso del año, este 2019 lo va a recordar ella por dos descubrimientos que le están dando grandes alegrías. Me lo ha dicho con una sonrisa pícara. Según me dice, uno no tiene que ver con la mente, el intelecto; el otro con el cuerpo.
El primero es Traductor Automático Neuronal (Itzultzaile Neuronala) que se presentó recientemente. Se trata de un traductor creado a partir de Inteligencia Artificial y que gracias a las memorias de traducción recopiladas durante años, ofrece resultados de gran calidad. Según me cuenta eufórica, el día en que introdujo un párrafo en castellano y comprobó que lo traducía casi perfecto al euskera, comenzó a dar besos a la pantalla del ordenador. Cuánto tiempo y esfuerzo le iba a ahorrar ese invento.
Y en cuanto al otro descubrimiento… Alazne ríe. Y yo también, porque ya sé qué me va a decir. Me va a hablar de ello, del famoso aparato del que últimamente hablan todas. Sí, así es, Alazne también ha sido una de las tantas mujeres que este año ha descubierto el famoso succionador de clítoris. “Pero yo no me he comprado el chino ese que tienen todas eh?, sino el sueco, que es mucho mejor, vas a comparar…”, me dice al oído, guiñándome el ojo. Y reímos. Lo hacemos como cuando teníamos veinte años.
Cómo me alegra verla así. Y pienso en su satisfacción, merecida, pero también en la que tienen que sentir las personas que inventan algo para las demás. Las personas que pasan horas diseñando, probando, construyendo, estudiando, acertando y fallando, para sacar adelante un proyecto, un invento, una nueva creación que pueda dar alguna alegría a alguien.
¡La ciencia avanza que es una barbaridad!, me dice Alazne riéndose, antes de irse. Y pienso: joder, qué alegre le pone a esta el traductor neuronal. Habrá que probarlo.
RUNNER
2019-10-20
Pues no te puedes quejar, hija. Con la suerte que tenéis ahora con vuestros maridos. No beben, no fuman y además hacen deporte… No como los de antes, que fumaban, bebían y llegaban todos los días tarde a casa del txikiteo. Es la respuesta que te ha dado tu madre por teléfono cuando te has quejado porque tu marido ha salido a correr por la tarde, justo cuando tienes que empezar con los baños de las mellizas, preparar la cena… Desde que empezó con el triatlón sale todas las tardes.
Hoy también lo has visto salir con sus zapatillas de runner de último diseño y su nuevo reloj, que por el tamaño casi podría valer de reloj de pared, con GPS, pulsómetro, mapas ruteables, auriculares bluetooth inalámbricos y altímetro barométrico, entre otras prestaciones, tal y como te comentó orgulloso el día que se lo compró.
Y hoy, mientras sacas los platos limpios del lavavajillas, te preguntas si tienes derecho a quejarte, porque lo que hace tu marido desde que empezó con el triatlón es algo bueno, socialmente bien valorado… De qué te quejas si tu marido sólo hace deporte. Pero resulta que hace deporte de siete y media a diez. Justo cuando en casa tienes más trabajo con las niñas y preparando la cena y la comida para el día siguiente. Justamente falta el mismo tiempo que faltaba tu padre cuando después de trabajar iba a tomar unos vinos con los amigos.
Cuando has terminado de recoger todo y de acostar a las niñas, tu marido ha llegado con el pelo mojado y olor a gel de baño. Estoy muerta, le has dicho, y te has ido a la habitación pensando que, aunque afortunadamente las cosas han ido cambiando y muchos hombres asumen su responsabilidad también dentro de casa, todavía quedan algunos de aquellos hombres de los que habla tu madre. Son los nuevos txikiteros, solo que ahora en vez de joderse el hígado, sufren fascitis plantar.
CORAZÓN DE PIEDRA
2019-06-14
Cuántas veces has deseado tener un corazón de piedra. Un corazón blindado. Pero el tuyo es un corazón que roza todos sus órganos en cada latido. Un corazón que se arruga y que se expande como un acordeón, uncorazón ligero, que vuela como una pluma al viento cuando presiente que roza la felicidad; y un corazón que siente que se le clavan alfileres cuando sufre por alguien o cuando lo tratan mal.
Siempre has pensado que es una desventaja. Que es más fácil vivir con un corazón de piedra, que siente y padece lo justo, que late siempre a un ritmo estable. Que el mundo está pensado para quienes llevan una roca bajo el pecho. Que les va mucho mejor: su falta de escrúpulos en muchos casos les lleva a alcanzar puestos de poder, su falta de sensibilidad les libra de sufrir por amor, su ausencia de dudas les ayuda a tener una buena valoración de sí mismos y de sus actos.
Pero hoy has empezado a cambiar de opinión tras leer una entrevista al poeta Antonio Gamoneda. Dice en ella que hay quien pretende comprender la poesía como se comprende el Boletín Oficial del Estado y que eso es imposible. Que no se puede intentar su comprensión lógica y lineal, porque la poesía es como un fruto, hay que experimentarla con los sentidos, para después intentar comprender lo que es. Y en ese momento has pensado que la vida es también algo difícil de comprender lógicamente, que la vida únicamente se puede experimentar y sentir. Y que los corazones de piedra sufren una discapacidad sentimental de tal calado que nunca descubrirán la belleza que se esconde en un suspiro nostálgico, ni la verdad de una voz entrecortada por la emoción, ni el fuego en el cruce de dos miradas, ni la paz que te hace sentir una sonrisa compartida. Que les irá mucho mejor en la vida, que tal vez sufran menos, pero que se irán de ella sin haberla experimentado, sin haberla degustado. En definitiva, sin comprender absolutamente nada.
NUDOS
2019-06-07
Mi amigo sabía hacer nudos marineros, no en vano provenía de una familia de pescadores. Defendía que era todo un arte y, realmente, daba gusto oírle hablar de los tipos de nudos. Me habló del As de guía, del Nudo de ocho, del Ballestrinque, del Franciscano, del Nudo llano… No hay como descubrir un mundo nuevo para ser consciente de cuantos mundos nuevos nos quedan por conocer. Un día me dijo que las relaciones entre personas son como los nudos. Comienzan con un contacto entre dos partes, como dos cuerdas que se tocan, y, poco a poco, con el roce diario, a medida que van conociéndose, comienzan a entrelazarse, suavemente. Primero de una manera sutil, como se enreda el lazo de un vestido: se reconocen las voces, la información que se esconde en cada tono… Más adelante, a medida que aumenta el contacto, las cuerdas van retorciéndose más y más, van entrelazándose creando nuevos dibujos: es cuando vamos conociendo mejor a esa persona, cuando sabemos cómo va reaccionar a lo que le digamos o qué palabra común nos va a hacer reír a ambos… Y aquí mi amigo detuvo el relato y tragó saliva. Seguidamente me dijo que llega un momento en el que las relaciones entre las personas se estrechan como un nudo marinero, y que el nudo se llega a apretar de tal manera que llegamos a darnos cuenta de que ya es imposible deshacerlo, por lo menos con las manos. Y ese es un momento maravilloso y terrible a la vez, me dijo. Maravilloso porque la fuerza del nudo es pura energía, porque las personas dan lo mejor de sí mismas cuando se reconocen de tan cerca; pero terrible al mismo tiempo, porque se es consciente de que de romperse esa relación se hará de un corte de tijera, y así desaparecerá el nudo, sí, pero se llevará consigo una parte de la cuerda, una parte de nuestro propio ser. Y tras decirme esto, recuerdo que se quedó mirando al infinito, tragando saliva
BARBA DURA
(2019-05-03)
¡Pica!, se ha quejado la niña cuando el hombre la ha besado en la mejilla. La barba de un día de su querido tío ha raspado su delicada piel como la lija. El tío se ha reído, bromeando, le ha dicho que sí, que los piratas como él tienen la barba dura, que pinchan como los erizos de mar. Jo, jo, jo. Pero en el fondo, se ha quedado con pena de no poder dar un beso a su sobrina, y, aunque no lo quiera reconocer, le ha dolido un poco su rechazo.
El hombre se ha pasado la mano por la barbilla y le ha parecido normal que la niña no quiera darle un beso. Es como pasarse un cabracho por la cara. Y ha pensado que no solo su sobrina, sino muchas otras personas, lo vean quizá así, como un hombre al que no se puede acariciar la cara, un hombre que no sirve para dar besos ni para rozar cariñosamente su mejilla con la de un ser querido. Su imagen, con esa barba dura, no la asocia nadie a un hombre suave, delicado, cariñoso, incluso débil como se siente muchas veces.
Porque lo que no saben es que bajo esa barba dura se esconde una piel muy suave, muy sensible, tanto que cada vez que se afeita se le irrita o se hace alguna herida. Una piel que se queja cuando le pasa la cuchilla y que anhela que la acaricien y la quieran.
Su sobrina le ha dicho que pica y se ha apartado. No es algo nuevo. También en la vida hay mujeres a las que ha querido que han acabado alejándose de él, no porque su barba picase, sino porque no ha sido capaz de mostrarles su piel suave, su parte vulnerable, su corazón desnudo. Siempre se ha visto obligado a mostrarse ante todo el mundo como un hombre seguro, valiente, incluso un poco canalla, porque le han contado desde pequeño que es lo que le corresponde; porque los piratas como él tienen la barba dura (jo, jo, jo), y junto a la saliva, tienen que tragarse todos los días erizos de mar, peces araña, cabrachos y sabirones. Así es como les pica en la garganta la ternura que no han aprendido a mostrar.
PALABRAS
(2019-04-19)
Borra lo que he dicho. Él terminaba muchas veces las frases así, como queriendo deshacer al instante lo que acababa de construir con las palabras. Como si fuera posible borrar las palabras una vez dichas. Como si las palabras de la vida real fueran tan etéreas y volátiles como las utilizadas en una campaña electoral. A ella se lo dijo muchas veces. Que borrara aquellas “palabras cursis” que se le escaparon un día y con las que se sintió demasiado desnudo y vulnerable, o que borrara aquellas otras horribles palabras que un día salieron como serpientes venenosas de su boca cuando tuvo aquel ataque de ira y celos. Bórralas, le insistía, y ella le respondía que sí, que no fuera pesado, que ya las había olvidado.
Pero las palabras, una vez dichas, nos persiguen, sobrevuelan nuestras cabezas como buitres, esperando el mejor momento para volver a clavar sus garras y sus picos en nuestra piel desnuda. A veces su recuerdo nos inyecta gasolina en las venas y barniza con miel nuestra garganta. Pero otras veces, las palabras que un día fueron dichas nos atacan como un enjambre de abejas y no nos dejan ver más allá de un borrón negro en el aire, que nos ciega y nos envenena.
Las palabras que decimos en la vida van formando uno de esos grandes puzles de mil piezas que hay a quien le gusta encolar y colgar enmarcado en las paredes de su casa. Sólo que en este puzle no vemos paisajes idílicos de Canadá, ni panorámicas de Nueva York, sino nuestro propio reflejo, porque si somos algo, somos las palabras que hemos dicho y las que hemos callado. Por eso a veces al puzle le falta alguna pieza, que queda perdida bajo el sofá o la alfombra.
Borra lo que he dicho, le decía el, y ella que sí, que no fuera pesado, que estaba olvidado. Nunca le dijo que las palabras dichas pesan tanto que a veces se quedan encoladas en nuestro pecho como un puzle de mil piezas que muestra un paisaje con un camino sin retorno.
TIEMPO
(2019-04-12)
Somos tiempo, me ha dicho, mirándome a los ojos. Y esas dos palabras, somos tiempo, han puesto en marcha un programa de centrifugado en mi estómago. Mi amiga ha cumplido cincuenta y ocho años y me confiesa, mientras tomamos un café, que siente que la vida se le escapa de entre los dedos. Y mientras lo dice, angustiada, dando vueltas al café como si fuera el cosmos, en sus ojos grandes y profundos me ha parecido ver de repente el reflejo de la humanidad entera, hombres y mujeres naciendo y muriendo, amándose y matándose, riendo y llorando, nubes pasando rápido por el cielo en un día de viento, árboles ahora frondosos, ahora desnudos… toda la vida pasando veloz ante mí en una mirada.
Me habla de su cuerpo, de las consecuencias del tiempo en el mismo, de que, aunque a veces le tienta intentar empezar una nueva relación, después de los años en los que lleva separada, ya no se atreve a mostrar su cuerpo desnudo a nadie, quién va a desear un cuerpo que ya no aguanta la tensión, un cuerpo que imagina desparramándose sobre el lecho de amor como una masa en un molde. Le gusta un compañero de trabajo, pero no lo va a intentar.
Mientras me habla, miro de reojo la portada del periódico sobre la mesa: un nuevo informe sobre medio ambiente habla del choque frontal entre el actual modelo de desarrollo humano y la viabilidad del planeta, sobre un mundo al que, de seguir así, también se le acaba el tiempo. Y me viene a la cabeza una frase de Thoreau:“Contened el tiempo. Seguid las horas del universo, no las de los trenes”. Y entonces le pregunto por qué no contiene el tiempo alrededor de ese compañero que tanto le gusta y se olvida del reloj. Por qué no saborea ese deseo que siente, un deseo vivo, que demuestra que su cuerpo, a pesar de todo, sigue vivo también. Me mira de reojo, me sonríe cómplice, y de repente, en el brillo de sus ojos siento la fuerza de un océano, un oleaje de espuma blanca que lo inunda todo… De repente, en sus ojos, veo la salvación del mundo.
RELATOS DE VIDA
(2017-11-17)
Una historia bien contada requiere, entre otros aspectos, una unidad armónica entre sus elementos: estructura, ritmo, trama, personajes… Una historia bien contada es algo más que lo que pasa en esa historia. Quien ha tenido la suerte de consumir historias bien contadas desde la niñez, aprende a estructurar su pensamiento, tiene mayor facilidad para ordenar sus ideas, y se impregna también de los valores y las lecciones de vida que emanan de las buenas historias.
Por eso cuando veo a los y las niñas de hoy entretenerse consumiendo vídeos de youtubers de su edad que abren juguetes y cuentan cómo funcionan, o enseñan en un tutorial la forma más chic de pintarse las uñas, o hacen experimentos con Coca-cola, o cantan como Shakira ante la cámara, pienso en el pobre poso que queda en sus cerebros tras ver esos vídeos y en cuánto se están perdiendo por no ver en su lugar una buena película, leer un buen cuento o un buen cómic… En definitiva, por no adentrarse en una historia bien contada.
Hay quien piensa que mientras en esos vídeos no vean nada nocivo (léase sexo y violencia), están entreteniéndose igual que, pongamos, con una buena película infantil. Pero el poso no es el mismo. No es lo mismo que te cuenten la historia de un personaje, que navegues durante hora y media por un mar estructurado para generar ciertas emociones, para despertar ciertas inquietudes, a que machaques tu cerebro con vídeos de 5 o de 7 minutos, uno tras otro, que nada tienen que ver entre ellos, y que crean una ansiedad constante de ver el siguiente. Un machaque, además, que no va más allá de ser una gran escuela de consumismo.
Hemos pasado del entretenimiento al atontamiento. El entretenimiento no tiene por qué ser un instrumento para desactivar cerebros, al contrario, es un instrumento sin igual para activarlo, imaginando otros mundos, otras vidas. Escuchar, leer, ver una buena historia es, entre otras muchas cosas, una dosis de armonía con el mundo, con el relato de la vida.
LA MISMA CIUDAD
(2017-11-10)
Tres mujeres pasean por el Paseo de la Senda hacia Armentia. Es esa hora de la tarde en la que todavía los suelos de muchas cocinas están mojados. Alguien ha recogido ya la mesa tras la comida, ha fregado los platos, ha dejado la puerta del balcón abierta para que se seque el suelo recién fregado. Ese alguien se ha enfundado el chándal y pasea ahora con sus amigas hacia Armentia. Aprovecha esta hora en la que no la espera el marido, que se echa una cabezada en el sofá frente al televisor; no la esperan los nietos que recogerá y llevará a su casa a merendar por la tarde. Es su hora, la del paseo con sus amigas.
Tres mujeres pasean hacia Armentia, pero podrían ser tres mujeres paseando a esa misma hora en cualquier pueblo o ciudad: en ese mismo momento seguro que hay otras como ellas por el paseo entre Zarautz y Getaria, por la vía entre Lekeitio y Oleta, en los alrededores de Eibar o por la ruta del anillo verde de Bergara.
Muchas cosas parecidas ocurren al mismo tiempo en distintos lugares. Cada pueblo y cada ciudad tiene su personalidad, su paisaje; pero a la misma hora es muy probable que en unos sitios y en otros estén ocurriendo cosas muy parecidas. Los coches impacientes aceleran y frenan, aceleran y frenan, con sus luces rojas, con sus niños y niñas en los asientos de atrás, minutos antes de las nueve de la mañana, antes de entrar en clase; a media mañana en la frutería y la carnicería se oyen las mimas frases, la última, servidora; cuántos dedos teclean al mismo tiempo palabras y números en un ordenador en tantas oficinas; cuántas manos se mojan, se hielan, en trabajos en la calle, metiendo tubos bajo la tierra, colocando tejas en las alturas; cuántas personas tosen a la vez en las salas de espera de tantos ambulatorios.
Tres mujeres pasean por el Paseo de la Senda hacia Armentia. Son solo tres, pero al mismo tiempo son miles. A esa misma hora, pasean tantas otras por Elgoibar, Tudela, Dulantzi, Azkoitia, Amurrio, Bilbao, Barakaldo… Porque vivimos en distintas ciudades, pero en ese espacio en el que alguien recoge la mesa, friega los platos y deja la puerta del balcón abierta para que se seque el suelo recién fregado, vivimos en la misma ciudad, en el mismo pueblo.
PUNTO Y COMA
(2017-09-30)
He leído que el punto y coma tiene los días contados. Parece ser que las personas que escriben desde un teclado no necesitan ya el punto y coma, que está en desuso. Y sin embargo, cotizan al laza las exclamaciones e interrogaciones repetidas, una detrás de otra, como si con una sola exclamación no fuera suficiente para imprimir fuerza o vehemencia a nuestro mensaje.
Vivimos en un mundo que grita más que habla y eso también se traslada a nuestra escritura. Esta sobreproducción de exclamaciones, que más que exclamaciones parecen espadas alzadas en son de guerra, se une además a la manía de escribir en mayúsculas, como si así nos fueran a hacer más caso.
Vivimos en el mundo de lo inmediato, y el punto y coma parece retardar nuestro mensaje, nos impacientamos, y por eso dejamos de usarlo; un mundo en el que cada vez hay menos lugar para mostrar la complejidad, un mundo de puntos tajantes; un mundo en el que se premia la contundencia y la duda es una debilidad; un mundo en el que se menosprecia el potencial de la duda para intentar explicarnos el misterio que nos rodea.
Leo en el artículo que me advierte de la posible desaparición del punto y coma una frase de la doctora en Filología Románica Paz Battaner, en la que describe este signo en peligro de extinción como «un pequeño instrumento de precisión que sirve para ordenar el discurso escrito con más finura que la vulgar coma o que el tajante punto». Recuerdo también un artículo de Andu Lertxundi en el que advertía de que el punto y coma está a punto de ahogarse “entre la larga pausa del punto y el breve aliento de la coma”.
Si la cara es el espejo del alma, la escritura es espejo de nuestros tiempos. Cómo escribimos, así vivimos. Y me parece que nos estamos dejando los matices, el tono, la riqueza expresiva. Para intentar sustituir todo esto utilizamos la repetición una tras otra las exclamaciones al final de nuestras frases, las mayúsculas que parecen que piden auxilio… Mientras tanto, el punto y coma ahí está, esperando cumplir su función en una frase, aunque se resigna a que lo usemos para dibujar el ojo guiñado de un emoticono.
NIEVE EN AGOSTO
(2017-04-14)
En casa siempre me enseñaron que es importante hacer las cosas a su tiempo. Que es mejor irse de juega de joven, por ejemplo, y no empezar a salir por la noche cuando ya tienes una edad y más responsabilidades. Nunca me han gustado las generalidades, porque creo que cada persona debe decidir qué hacer en cada momento y que las circusntancias de cada persona son diferentes, pero es cierto que cuando las cosas suceden a destiempo, lo que en un época podría haber sido normal, se convierte en un elemento distorsionador.
Las leyes de la naturaleza son un buen ejemplo del “cada cosa a su tiempo”: En invierno, los árboles desnudos y el viento norte; en primavera las flores y la vida naciendo por todas partes; en verano, un sol eterno y un día que no acaba; en otoño, los ocres, naranjas y colores rojizos de los bosques… Y lo que es normal en una estación, está fuera de lugar en otra. Como nevar en agosto.
La muerte es una meta de la que nadie se libra. Sabemos que llegará. Y la muerte de un amigo siempre duele. Pero cuando esa muerte llega a destiempo, demasiado pronto, cuando aún no tenía que llegar, entonces sientes que la supuesta armonía de la vida se rompe.
Esta semana se ha muerto un amigo. Y las playas de agosto se han llenado de nieve. La muerte siempre es dolorosa, sí, pero cuando llega a destiempo, desafiando las leyes de la naturaleza, cuando ocurre en mitad de una vida, cuando aún quedan tantas cosas por vivir, entonces además de ser dolorosa, se convierte en algo insorportable, inaceptable.
Y aún así, ahí están, en pleno abril, los árboles llenos de flores; el sol, haciendo brillar al mar; el viento sur, acariciando nuestros rostros, aún vivos.
Iba a escribir que es difícil apreciar tanta belleza cuando llevas una playa nevada en el corazón, pero creo que ocurre justo lo contrario. Creo que es entonces cuando la belleza de la vida se nos hace más intensa, dolorosa pero intensa, y nos queda más claro que nunca el valor de la vida, ese tesoro que podemos perder en cualquier momento. Agur eta ohore, Aitor. Un abrazo infinito para toda la familia.
BRASAS
(2017-03-31)
Suponen una especie de letargo, esos momentos intermitentes de silencio o de distancia que se producen en algunas relaciones. Generalmente solo ocurre en las grandes relaciones, las de largo recorrido, las de toda una vida. Tienen momentos de esplendor, pero también momentos en los que duermen en una cueva, como los osos que hibernan; momentos en los que la relación parece apagarse, la amistad parece enfriarse y los encuentros se distancian en el tiempo. Solo las grandes amistades y las relaciones fuertes superan estos periodos; las débiles, enferman y mueren en la húmeda cueva, y nunca vuelven a renacer.
Sin embargo, las amistades de toda una vida se pueden permitir el lujo de tener momentos intensos y después otros de letargo, de hibernación, de separación o lejanía, sin por ello tener que morir. Porque tienen el don de resucitar. Y el día en que resucitan se convierte en un día que bien podría contener en sí mismo 365 días o 720. Porque ese primer día en el que vuelves a reunirte con una vieja amistad, nunca se siente como un día en el que algo comienza, sino en el que algo continúa. Es como aquel “Como decíamos ayer” de Fray Luis de León a sus estudiantes tras cuatro años de ausencia. Reunirte con una vieja amiga o un amigo de toda la vida y volver a hablar como habéis hablado siempre, compartir los guiños cómplices, recordar los momentos de tu historia que también son momentos de la suya, supone un momento sublime, porque constata la calidad, la verdad y los quilates de esa relación. Esas palabras compartidas, en unas voces conocidas en profundidad por ambas partes, son onzas de chocolate negro en nuestro paladar.
Y sí, los reencuentros son maravillosos, pero hay algo mejor que volver a ver renacer una vieja amistad: saber que si mañana se apaga o adormece, no lo hará para siempre; saber que siempre quedarán las brasas, esperando a que alguna de las partes decida soplar sobre ellas para encender la llama otra vez.
BELLEZA
(2017-02-28)
Subo al autobús y miro a las caras de la gente. Gente con el rostro serio de la rutina y de los sueños sin cumplir. Miro después por la ventana al conductor de un coche que fuma con ansiedad, y más que consumirse el cigarro, da la impresión de que se está consumiendo a sí mismo dentro de esa nube de humo y mal humor. En la siguiente parada, veo a una mujer que se muerde las uñas mientras mira al infinito. Se muerde sus propias preocupaciones. Del portal que hay a unos metros una pareja sale chillándose mutuamente ante la atenta mirada de su hija. Veo los ojos de angustia de una mujer que empuja con un brazo el carro de una niña, mientras del otro le cuelga otro niño que berrea porque no quiere ir a clase. Una adolescente cruza el paso de cebra llorando mientras habla por su móvil.
Miro alrededor y, lo siento, pero veo mucho sufrimiento. Veo las caras gastadas por la vida y sus preocupaciones, manos y miradas ajadas, dientes apretados por la intensidad de la lucha diaria.
Y esta realidad choca frontalmente con la que me muestran las marquesinas por las que paso, las fotos de las revistas, o las imágenes de felicidad, disfrute y perfección que me muestran los anuncios de la televisión. Cómo es posible, pienso, que la brecha sea tan profunda, que el choque sea tan brutal. Cómo es posible que hayamos llegado a creer que esa belleza ficticia que nos venden es real y que lleguemos a sentirnos hasta culpables y castigarnos por no parecernos a esa imagen ideal, por no tener ese cuerpo, esa sonrisa, esa vida. Pienso en cuánta belleza engañosa nos venden y lo poco que se parece a la realidad en la que tanta gente sufre.
Y, sin embargo, bajo del autobús, cruzo la carretera y veo que al árbol de la acera de enfrente le han salido esas florecillas blancas que anuncian la inminente llegada de la primavera. Y entonces pienso, sí, existe una belleza real, una belleza que podemos intuir en esas flores, o en la música, en el arte, en un abrazo, en un gesto solidario, en unas risas compartidas, en un beso sincero, en la satisfacción del trabajo bien hecho, en el olor de nuestra piel bajo el sol… Una belleza que no, no cabe en las marquesinas publicitarias, y que sí, nos enseña que merece la pena seguir.
CRY BABY
(2017-02-17)
Oigo la voz de Janis Joplin en el televisor. Miro a la pantalla con la esperanza de verla cantando Cry Baby, y oh, horror, es un anuncio de un banco. No me lo puedo creer. Ay, si Janis levantara la cabeza.
Y no es la primera vez que siento algo parecido, como si siempre apareciera alguien vaciando de contenido una y otra vez el sentido de una canción, de una imagen, de una palabra. Porque vivimos en una época en la que planeamos en la superficie de las cosas, hablamos sin pararnos a pensar demasiado en el sentido de las palabras, utilizamos himnos y camisetas serigrafiadas con frases que no entendemos.
Es igual, hoy puedes perfectamente utilizar una canción fuera de su contexto y de su sentido para que un banco consiga más clientela, como puedes descargarte en tu móvil el politono God save the queen de los Sex Pistols. Ya no es subversivo, son unas notas y unas palabras sin sentido, nada más. Hoy, puedes encontrarte tu canción bandera de juventud en una campaña institucional o en el lema del anuncio de un coche… Si la voz desgarrada de Janis ha sido utilizada en un anuncio de un banco, cualquier cosa es posible.
Tras escuchar su canción tan fuera de contexto, me he acordado de Evaristo cuando cantaba “Punky de postal, punk de escaparate. Moda punk en Galerías…”. Y sí, vivimos en una sociedad que tiene mucho de postal y de escaparate. Porque lo que ayer era marginal hoy se vuelve cool y puedes ir a una fiesta o a una entrega de premios con los pantalones rotos o con cresta. Es simplemente un asunto estético, hablamos de estilismo nada más, nada que ver con una manera de enfrentarse al mundo que se desprendía de ciertas vestimentas en una época.
Hemos vaciado muchas palabras, muchas imágenes, muchos himnos y muchas canciones. Y es que nos es más fácil vivir en la superficie de las cosas que entrar en profundidades que pueden resultarnos incómodas o dolorosas. Así pues, cantemos todos y todas juntos Cry baby, con los ojos cerrados, para no ver todo aquello que en esta sociedad podría hacernos llorar de verdad.
SIN MANOS
(2016-12-16)
Un chaval andando en bicicleta, con las manos en los bolsillos de la cazadora, bien tieso, como si fuera de pie en la parte trasera de un descapotable. Va rápido. Demasiado rápido. Cualquier imprevisto, un bache en el pavimento, una mujer mayor que aparece de repente, un niño que se cruza, otra bicicleta que va con prisa, un coche que sale del garaje… No le va a dar tiempo a reaccionar. En fin. Parece que a esa edad es difícil ver los peligros. A esa edad, es normal volar por encima de los baches, de los coches, de los miedos.
No recuerdo haber ido en bici sin manos cuando era adolescente, pero sí recuerdo esa falta de vértigo, esa inconsciencia disfrazada de valentía, esos saltos al abismo. Saltábamos sin red, pero sin ser conscientes realmente del peligro. Va con la edad. Como va con la edad tener cada vez más miedos, ser cada vez más conscientes de los peligros, reconocer cada vez con más facilidad nuestra vulnerabilidad.
Supongo que lo más inteligente para andar por el mundo será combinar la persona adolescente y la adulta que llevamos dentro: no actuar sin pensar nunca en las consecuencias y arriesgando nuestra vida, pero tampoco dejarnos paralizar demasiado por nuestros miedos.
Y pienso que en nuestro caso, podemos elegir. Podemos decidir andar en bicicleta sin manos, o aferrarnos con cuidado a la barandilla cuando bajamos las escaleras, pero que en este mundo hay mucha gente que no puede decidir. Pienso en Alepo, no puedo quitarme de la cabeza algunas imágenes de niñas y niños que han descubierto al mismo tiempo las dos edades, la adulta y la joven. Sufren el miedo, el terror y el dolor de las personas adultas, mientras el mundo les condena a tirarse al vacío, en bicicleta y sin manos. Y en este caso no es la inconsciencia de su juventud la que les hace tirarse el vacío, es la inconsciencia y la estupidez de un mundo que desprecia la vida ajena mientras compra en grandes almacenes los últimos regalos de Navidad. Un mundo que va cuesta abajo, sin manos y sin frenos.
PALABRAS
(2016-11-25)
Mi abuela decía que las palabras son muy baratas. Que es muy fácil decir cualquier cosa, y que, sin embargo, es muy difícil hacerla. Mi abuela decía que habría que pagar por utilizar algunas palabras, cinco pesetas por lo menos por cada palabra. Así la gente no utilizaría algunas palabras sagradas como le diera la gana. Mi abuela no me dijo nunca cuáles eran esas palabras sagradas, pero muchos días recuerdo lo que decía cuando escucho a la gente debatir sobre algún tema, bien en el bar, en la televisión o en el Parlamento. Siempre aparece alguien que me recuerda lo que decía mi abuela. Siempre hay alguien que vacía las palabras por dentro y las utiliza como globos llenos de aire que lanza al cielo. Se olvidan del peso de algunas palabras, se olvidan de lo que cada palabra trae consigo.
Cuántas palabras hemos vaciado así… La palabra Libertad, por ejemplo, hoy se utiliza al mismo tiempo en el mitin de un partido político y en el anuncio para vender un coche. La palabra Democracia. Se ha utilizado para defender cosas tan dispares que hoy casi hemos olvidado su verdadero significado.
Hoy es 25 de noviembre, Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres y hoy comprobamos con satisfacción que son cada vez más personas las que verbalizan su postura contraria a la violencia contra las mujeres. Y digo con satisfacción, porque convertir los pensamientos en palabras es el primer paso para aportar algo. Pero en el día de hoy, me gustaría que todas las personas que utilizamos estas palabras fuéramos realmente conscientes de que no son palabras vacías, que son palabras que llevan una pesada carga consigo, que utilizar esas palabras trae consigo irremediablemente tener un compromiso activo diario con actitudes igualitarias, en cada paso que damos, en cada decisión, en cada gesto que se convierte en modelo para nuestras hijas e hijos, para quienes vienen por detrás. Y si no es así, creo que tendríamos que empezar a cobrar por utilizar algunas palabras. Cinco pesetas por lo menos por cada palabra, como decía mi abuela.
DESAYUNOS
(2016-11-11)
Llega el fin de semana y Sofía se levanta sigilosa de la cama. Con las zapatillas de casa en las manos, cruza el pasillo descalza hasta la cocina, casi conteniendo la respiración, sin querer hacer ningún ruido que despierte a su hija e hijo pequeños. A pesar de ser sábado, Sofía ha puesto el despertador para levantarse un poco antes que el resto de la familia y así poder desayunar sola, ese gran placer, esa deseada isla de silencio en medio del alboroto tenso de cualquier casa en la que vivan criaturas.
Sofía pone el café, prepara las tostadas, enciende el iPad para repasar la prensa, se sienta, y justo en el momento en que moja la tostada untada en mantequilla y mermelada en el café, oye la temida alarma: ¡Amaaa! Se acabó el desayuno, se acabó la prensa, se acabó la paz. Si es que parece que me huelen, piensa, mirando al café que sabe se va a quedar frío para cuando vuelva a sentarse.
Han pasado algunos años de aquello. Sofía recuerda aquel cansancio permanente de cuando su hija y su hijo eran pequeños, aquella búsqueda inútil de espacios propios, y recuerda aquella escena en la que intentaba desayunar sola sin éxito. Lo recuerda mientras desayuna sola, hoy, con su café, sus tostadas y su prensa. Su hijo mayor estudia en el extranjero y hace ya dos meses que no lo ve. La pequeña ha ido a dormir a casa de una amiga, o eso es lo que le ha dicho al menos.
Hoy no ha tenido que cruzar sigilosa el pasillo ni contener la respiración para no despertar a nadie. Hoy está sola por fin. Y lo que en un tiempo suponía para ella una meta placentera, un sueño a alcanzar, hoy, por primera vez, le ha hecho sentir el eco de una habitación vacía, el frío de unas sábanas sin abrir. Y, de repente, se ha dado cuenta de que echa de menos el ruido, los pijamas manchados de Colacao, los besos matinales con sabor a galleta… Le da un sorbo al café, cierra los ojos, y se queda quieta, como esperando oír de un momento a otro una voz que la llama desde la habitación, una llamada en otro tiempo tan temida y que hoy empieza a ser añorada.
KAS PARA TRES
(2016-09-17)
1976. Veo un botellín de Kas naranja sobre la barra y tres vasos a su lado. Es un botellín con el nombre Kas dentro de un círculo rojo serigrafiado directamente sobre el vidrio. Un Kas para tres, y una bolsa de patatas fritas para compartir. Ese era el momentazo que mis hermanos y yo disfrutábamos los domingos por la mañana. Sólo los domingos por la mañana. Era lo que había, mis padres no eran ricos, y mis hermanos y yo, en consecuencia, tampoco. Lo sabíamos y tampoco pedíamos mucho más. No teníamos dinero, pero puede decirse que teníamos consciencia de la realidad. Algo es algo.
2016. Una amiga me dice que se va a teñir el pelo en casa. Le pregunto si ya no va a la peluquería como lo ha hecho siempre. Me dice que esta vez no, que se va a quitar de ir a la peluquería porque su hijo quiere un juego de la PlayStation y se lo va a comprar. La economía de casa no le da para las dos cosas en un mismo mes, ya sabes lo que valen esos juegos, me dice. Y también sé lo que cobra en la fábrica en la que trabaja a turnos. La camarera, tras escuchar la conversación, dice: “Estamos haciendo hijos ricos de padres pobres”.
Mi amiga y yo nos quedamos pensando. Es el momento de dar un trago al café que tenemos enfrente. No sé realmente lo que piensa ella, pero yo sigo preguntándome qué es lo que ha cambiado desde aquella época del Kas en tres vasos a ésta en la que tenemos en la nevera latas de Aquarius por si nuestras criaturas tienen sed un lunes cualquiera.
Han pasado muchas cosas. Hoy el nivel de consumo es mayor que hace cuarenta años, pero lo que ha cambiado de manera radical es la percepción de muchas y muchos menores sobre la realidad que les ha tocado vivir. Muchos niños y niñas cuyos padres y madres se matan para llegar a fin de mes viven, sin embargo, en un espejismo de comodidad y consumo que no corresponde con su realidad.
Con la excusa de “por los hijos lo que sea”, hay gente que pide un crédito para ir Disneyland París, o deja de comprarse ese abrigo que necesitaba para el invierno para hacerse con una mochila de ruedas de última generación. Muchas niñas y niños están viviendo en una burbuja irreal. Sienten que son ricos sin serlo. Lo peor es que quizá cuando lleguen a ser adultos puedan sufrir un shock al comprobar que con lo que llevan en la cartera les llega únicamente para un Kas. Y para tres.
AL OTRO LADO
(2016-06-24)
Si tienes una edad seguro que te acuerdas del 13 Rue del Percebe, aquel cómic de Francisco Ibáñez en el que el interior de los pisos de todo un edificio aparecían a la vista. De un vistazo se podían ver las vidas de una familia numerosa, de una mujer mayor que vivía sola, de la portera que se pasaba el día barriendo, de un caco y hasta de un hombre que escapaba continuamente de quienes le perseguían por sus deudas. En la época en la que leías aquellos tebeos, mirabas a las fachadas de los edificios y te imaginabas cómo serían las vidas de quienes vivían dentro. Y sin embargo, y como el tiempo lo atrofia todo, sobre todo la capacidad de imaginar, ya de mayor, pasas por las calles y no ves más que piedra y ladrillo y te cuesta pensar en que detrás de cada ventana, de cada persiana o cortina, hay muchas vidas, vidas muy distintas, que podrían protagonizar, cada una de ellas, una novela.
Esta semana en una de las casas de tu ciudad han matado brutalmente a una mujer. Y no puedes evitar pensar en cómo vivía, cuál fue la historia de su vida. Inevitablemente, piensas que viviendo en la misma ciudad, a las y los habitantes de la misma nos separan algo más que los tabiques y las paredes de pladur. En muchas ocasiones, nos separa un mundo.
Hay, por ejemplo, quien este invierno no ha podido encender la calefacción, hay quien tiene que calcular el precio de lo que compra en el supermercado céntimo a céntimo, hay quien lo tiene todo y quiere mucho más, hay quien sufre violencia dentro de su propia casa, hay quien es feliz a ratos, hay quien sueña con una vida mejor mientras prepara la cena, hay quien no puede ni salir de casa… y también hay quien no tiene ni casa donde llorar su pena.
El tiempo lo atrofia todo, sobre todo la imaginación, y te cuesta imaginar lo que se vive dentro de cada piso, darte cuenta de la diversidad, de las vidas tan distintas dentro de una misma ciudad. Y piensas en que cada vez que vayas a dar una opinión o vayas a decidir algo que pueda afectar a la sociedad en la que vives, vas a intentar recuperar aquella mirada infantil, y vas a procurar ver el interior de cada edificio, las vidas, tan diferentes, de todas las personas que viven en una misma ciudad. Vas a intentar mirar más allá de tu propia vida.
A SU SERVICIO
(2016-04-01)
“¿Y usted señora, qué prefiere, tomarse el medicamento en pastilla o le recetamos uno para disolver en agua?” La mujer no sabe qué responder al médico. “No sé, ustedes sabrán. Yo no sé nada”. Mira a su hija, que ha dormido esta noche en el hospital junto a ella, para que le ayude a responder, pero la hija lo único que hace es repetir la pregunta del médico: “Ama, que si prefieres el medicamento en agua o en pastilla”. Sigue sin saber qué responder: “Ustedes sabrán qué es mejor, ustedes son los médicos, yo no entiendo”.
Escucho la conversación desde la cama de al lado y me quedo con el “yo no sé nada”, y con el “yo no entiendo” de la mujer, a la que le tiemblan las manos, nerviosa ante el médico. Intento entender el bloqueo de la mujer y pienso en dos razones. Una, la mujer no está acostumbrada a que le pregunten qué prefiere, no está acostumbrada a que le pregunten qué quiere. Es ella, como otras tantas mujeres de su generación, la que siempre ha preguntado a los demás qué quieren, y no al revés. Y dos, la mujer considera que “no sabe nada”, porque a lo largo de su vida nadie le ha dicho ni le ha reconocido todo lo que sabe, e incluso es probable que haya ocultado muchas veces su opinión por miedo a que le censuren con un “calla, que tú de esto no sabes”.
La mujer sabe mucho de muchas cosas, y muy importantes, pero precisamente son las que nuestra sociedad no valora. Sabe cuidar a las personas como si fuera la mejor doctora, sabe gestionar una casa con la profesionalidad de una gestoría, ha llevado las cuentas de su casa en tiempos buenos y malos como una gran economista, le ha tocado escuchar, acompañar y aconsejar como una psiquiatra, ha reestructurado habitaciones como la mejor diseñadora y arreglado ropas como una modista… La lista puede ser interminable. Sin embargo, ella “no sabe nada”, y sigue al servicio de los demás: “Ustedes saben. Ustedes dirán”.
Ya es hora de hacer justicia.
DECIDIR
(2016-03-11)
No es fácil tomar decisiones. Quizá decidir sea de los retos más difíciles que se nos presentan en la vida. Hay veces, muchas veces, que las personas preferimos darle vueltas constantemente a una rotonda, con el riesgo de marearnos, a tomar una de las salidas. ¿Cuál de ellas será la mejor? Y, sin embargo, estamos tomando decisiones todos los días, a veces de manera inconsciente, incluso a veces a través de “tomar indecisiones”. Porque no tomar una decisión, o demorarla hasta dejarla morir, es también decidir: decidir no hacer nada. Y eso también tiene sus consecuencias.
Tomar decisiones es difícil, pero creo que es lo que hace que una persona se sienta viva. Decidir es un derecho que nos hace sentirnos capaces de cambiar las cosas, que nos da poder, pero es difícil porque ante una decisión siempre aparece el miedo a equivocarse, a perder lo que se tiene o lo que te ofrecen el resto de caminos. Porque decidir es elegir, pero, al mismo tiempo, es renunciar. Y no hay decisión que no suponga una pérdida.
Hay personas que esperan. Y esperan. Y esperan. Tienen que verlo todo muy claro antes de tomar una decisión. Y es cierto que hay que pensar, que precipitarse puede ser peligroso, pero pretender verlo todo con claridad antes de decidir supone en muchos casos no tomar nunca la decisión, porque toda decisión tiene su zona de sombra, que sólo podremos descubrir una vez que la tomemos.
Decidir es difícil pero hay algunas decisiones más difíciles que otras. A veces oigo comentarios que critican que una madre o un padre decidan arriesgar la vida de sus hijas e hijos metiéndolos en una balsa o en una patera para intentar llegar a Europa. Deberían hacer el ejercicio de ponerse en la piel de quien tiene que tomar tan cruda decisión: morir en su tierra o arriesgarse a morir intentando escapar de la misma. Y mientras tanto, Europa “tomando indecisiones”, dando vueltas y vueltas sin parar a una sangrienta rotonda.
NUBES DE ALGODÓN
(2016-02-26)
Recuerdo los días en los que me ponía enferma y no podía ir a clase. Tenían algo especial. A pesar de la fiebre, o de las molestias de una gastroenteritis, o de lo incómodo de las toses y los estornudos, había algo en aquellos días que me hacen recordarlo como un espacio de paz, un espacio blanco y acogedor, dulce como una nube de algodón.
De repente, descubría los sonidos de la casa por la mañana, muy diferentes a los de la tarde, y muy diferentes también a los de esa hora en clase. No se oían gritos del recreo ni risas infantiles, y sí el sonido de una cuchara contra una cazuela, un batir de huevos, el choque de los platos en la fregadera… Tampoco oía las voces de mis hermanos, ni la conversación entre mi padre y mi madre mientras cenaban viendo el telediario. Sólo estábamos mi madre y yo. Ella trabajando sin parar y yo en la cama.
Mi madre me traía un zumo de naranja a la cama o me daba el transistor para que escuchara aquellos programas con oyentes que pedían canciones, o compartían recetas de cocina, trucos caseros… Recuerdo el momento en que mi madre me hacía levantarme de la cama, me daba otro pijama, y cambiaba las sábanas. Recuerdo aquel olor a limpio, aquellas manos alisando la sabana bajera.
Recuerdo aquellos días con dulzura porque el mundo parecía pararse, porque me permitían ver la vida desde otro lugar, pero, sobre todo, porque me hacían sentirme especialmente cuidada. Hay días en los que me gustaría recuperar un día así, aunque no a costa de alguien a quien no se ha permitido hacer otra cosa que cuidar y a quien se ha obligado a renunciar a tantas cosas.
Creo que todas las personas merecen ser cuidadas, especialmente las que cuidan a otras personas, y creo que todas y todos tenemos la responsabilidad de cuidar, como lo hicieron en otra época aquellas mujeres que eran capaces de transformar periodos de enfermedad en espacios dulces como nubes de algodón.