Ordeno los libros. Este tiempo de confinamiento me permite hacer algo que llevaba mucho tiempo pendiente. Pienso en cómo hacerlo: por editorial, por orden alfabético, por lengua, por género, por temática… Mientras lo pienso, comienzo un juego. Empiezo a colocarlos en la estantería de manera que conversen entre ellos. Así, he puesto “Nubosidad variable” de Martín Gaite junto a “Nada” de Laforet. Y me las imagino contándose que no eligieron la mejor época para ser escritoras, hablando de lo que es sentirse sola y pionera en una época de posguerra. “Olvidado Rey Gudú” de Ana María Matute debe de estar por aquí, voy a meterla en la conversación, como quien agrega a alguien a un Zoom.
Cojo ahora “Demasiada felicidad” de Alice Munro y lo coloco junto a “El aliento del cielo” de Carson McCullers, dos reinas del cuento que conocen profundamente los recovecos de los seres humanos, sus zonas oscuras, ocultas. Tengo aquí “Hona hemen gu biok” de Dorothy Parker, traducida por Mirentxu Larrañaga. Seguro que Parker tiene alguna salida inteligente ingeniosa, maligna, en su estilo. Seguro que ríen las tres.
“Etxeak eta hilobiak” de Bernardo Atxaga, lo voy a poner junto a “Yo soy el poema de la tierra” de Walt Whitman, y a “Walden, la vida en los bosques” de Henry David Thoreau. Quizá conversen sobre la utilización de la naturaleza para hablar en realidad del alma humana, sobre el paisaje como descripción anímica.
“Catedral” de Raymond Carver. Creo que lo pondré a conversar con “Cuentos” de John Cheever. Tal vez recuerden aquella época, principios de los setenta, en la que coincidieron en la Universidad de Iowa impartiendo un máster de escritura creativa, cuando, según confesó el propio Carver, “No hacíamos más que beber”. Quizá brinden juntos de nuevo.
Y, de repente, pienso en hacer algo inconfesable. Ahora que nadie me ve, voy a poner mis libros pegados a los de las y los autores que más admiro. A ver si con el contacto consigo que me contagien algo.