Hace poco me regalaron el que fue el reloj de mi padre, su reloj de toda la vida, el que siempre le hemos conocido. Lo he colocado sobre una estantería del salón. Desde allí vigila nuestra vida cotidiana. Y desde que tenemos que pasar las veinticuatro horas en casa, siento más su presencia, no solo por razones sentimentales, sino porque me ha hecho pensar en el tiempo.
Estos días ando atareada, pero, aun así, siento que he empezado a hacer las cosas de otra manera. Colgar la ropa en el balcón, por ejemplo. Algo que siempre hago corriendo y a toda prisa, de repente he empezado a hacerlo con una cadencia que es extraña en mí. Es como si quisiera ofrecerle su pequeña ceremonia a la acción de colgar la ropa. De repente, soy consciente de que se pueden colgar los calcetines y las camisetas de muchas maneras y me quedo pensando dónde colocar cada pieza, qué adelante, qué detrás. En algún momento he llegado a sentir que estaba creando una obra de arte con piezas de diferentes colores y tamaños. Una escena imposible en mi vida anterior a esta crisis.
El reloj de mi padre y esta situación de confinamiento han traído a mi casa un tempo diferente, quizá el de la época en que mi padre llevaba ese reloj. Y he recordado una foto antigua. En ella aparece mi padre, con unos veinte años, junto a otros jóvenes, sentado en el muelle de Lekeitio mirando al mar, sin hacer nada especial, solo mirando. Parecen en paz con el tiempo, reconciliados con él.
Esta crisis nos enseñará muchas cosas y una lección será la del tiempo. Ese tiempo que en una generación ha pasado de ser amigo a rival. ¿Cómo hemos inventado la idea de “perder” el tiempo? ¿Nos damos permiso para aburrirnos? ¿Le damos a cada cosa que hacemos el tiempo que merece? ¿Por qué no ofrecer también a nuestras acciones más ordinarias su pequeña ceremonia?
Vuelvo a mirar el reloj de mi padre. Las agujas están detenidas marcando las doce y cinco minutos. ¿Cuándo se detuvo ese tiempo? ¿Volverá alguna vez? ¿Le dejaremos volver cuando todo esto termine?