Has pedido un cortado y otra vez te han sacado un café con leche pequeño. No te gusta, odias la leche, solo toleras una nube en tu café, pero, aun así, te tomas el cortado, pagas y te vas, sintiendo que el blanco líquido se revuelve en tu estómago. Te ha sentado mal. Y te enfadas. Te enfadas con el camarero, te enfadas con el mundo, cuando en realidad deberías enfadarte contigo misma por no haber tenido el valor de decirle que no le has pedido un café con leche, sino un café solo cortado con leche. Un cortado, como su propio nombre indica. Mañana irás a otro bar, y si te vuelven a servir un vaso mitad café mitad leche, ¿volverás a tragar?
Pedir algo y recibir lo que no has pedido. Seguramente volverás a tragar, porque llevas un importante entrenamiento en lo que se refiere a tragar cosas que no te gustan, o más bien, aceptar cosas que no has pedido. Con esa cara de quien acepta “pulpo como animal de compañía”. La vida te ha ido domesticando poco a poco y has aceptado la compasión cuando en realidad pedías ánimos, has aceptado un piropo cuando en realidad solicitabas reconocimiento, has aceptado amistad cuando pedías amor, has aceptado la indiferencia cuando esperabas gratitud… Has recibido mucho de lo que no esperabas y en lugar de volver a pedirlo, has tragado, sintiendo, cada vez, una espina atravesando tu garganta.
Y te preguntas si merece la pena insistir. Pedir una y otra vez a alguien aquello que quieres de él o de ella, cuando intuyes que no importa lo que pidas, que a veces, muchas veces, no te escuchan realmente, simplemente te dan lo que tienen previsto darte.
Como ese camarero. El que no entiende lo que es un cortado. Has decidido que mañana vas a volver al mismo bar. Le vas a pedir un café solo, y cuando te lo sirva, le dirás si te puede echar una gota de leche. Quizá el truco esté en cambiar de estrategia. En no pedir directamente lo que quieres. En hacer ver que quieres amistad, cuando realmente quieres amor; que deseas un piropo, cuando en realidad quieres reconocimiento.