Enero es un lunes largo. Con sus bostezos de primera hora en el coche, con sus mochilas de colegio cargadas de libros, con sus camas por hacer, con su regusto del fin de semana, con su nevera vacía, con su lista de quehaceres, con su barra de pan de vuelta a casa, con su cansancio crónico.
Enero es volver a andar sobre tus propios pasos, sobre los pasos de la gente. Enero es mirarte en el espejo y verte cara de gente; es sentir que las personas de dientes blancos que te sonríen desde las marquesinas son extraterrestres que viven muy lejos; es hacer cola en la oficina de Correos y verte como a un número; es pensar que tienes pendiente pedir cita con el médico de cabecera y no pedirla, tampoco hoy.
Enero es un lunes largo, que quizá solo tiene sentido si quien lo transita no pierde sus ganas de renovarse, de hacer las cosas mejor o de forma diferente, de buscar nuevos caminos para llegar a otras metas, de dar pasos firmes y valientes que le acerquen a lo que le gusta. Porque enero es también renovar el vestuario en rebajas, comprar nuevas sábanas y toallas. E igual que renuevas tu casa y tu aspecto, enero te da la oportunidad de abrir nuevos caminos, tener nuevas esperanzas e ilusiones, esforzarte en algo que te gusta, preparar terrenos para lo que venga, adelantarse a la vida antes de que la rutina y la costumbre te atropellen. Es una buena atalaya, una buena oportunidad para preparar el camino. Para sembrar.
Enero es una buena oportunidad para volver a aprender a andar. Para dejar por un tiempo de andar de modo automático y tomar consciencia de estar pisando ahora con el pie derecho, ahora con el izquierdo. Enero es renovarse o morir; es seguir pedaleando preguntándote a dónde quieres llegar.
Pero se nos acabó enero. Y, en muchos casos, seguimos volviendo a casa al mediodía comiendo el currusco de una barra de pan sin saber aún qué queremos ser en febrero, sin saber qué queremos ser de mayores.