Somos tiempo, me ha dicho, mirándome a los ojos. Y esas dos palabras, somos tiempo, han puesto en marcha un programa de centrifugado en mi estómago. Mi amiga ha cumplido cincuenta y ocho años y me confiesa, mientras tomamos un café, que siente que la vida se le escapa de entre los dedos. Y mientras lo dice, angustiada, dando vueltas al café como si fuera el cosmos, en sus ojos grandes y profundos me ha parecido ver de repente el reflejo de la humanidad entera, hombres y mujeres naciendo y muriendo, amándose y matándose, riendo y llorando, nubes pasando rápido por el cielo en un día de viento, árboles ahora frondosos, ahora desnudos… toda la vida pasando veloz ante mí en una mirada.
Me habla de su cuerpo, de las consecuencias del tiempo en el mismo, de que, aunque a veces le tienta intentar empezar una nueva relación, después de los años en los que lleva separada, ya no se atreve a mostrar su cuerpo desnudo a nadie, quién va a desear un cuerpo que ya no aguanta la tensión, un cuerpo que imagina desparramándose sobre el lecho de amor como una masa en un molde. Le gusta un compañero de trabajo, pero no lo va a intentar.
Mientras me habla, miro de reojo la portada del periódico sobre la mesa: un nuevo informe sobre medio ambiente habla del choque frontal entre el actual modelo de desarrollo humano y la viabilidad del planeta, sobre un mundo al que, de seguir así, también se le acaba el tiempo. Y me viene a la cabeza una frase de Thoreau:“Contened el tiempo. Seguid las horas del universo, no las de los trenes”. Y entonces le pregunto por qué no contiene el tiempo alrededor de ese compañero que tanto le gusta y se olvida del reloj. Por qué no saborea ese deseo que siente, un deseo vivo, que demuestra que su cuerpo, a pesar de todo, sigue vivo también. Me mira de reojo, me sonríe cómplice, y de repente, en el brillo de sus ojos siento la fuerza de un océano, un oleaje de espuma blanca que lo inunda todo… De repente, en sus ojos, veo la salvación del mundo.