Hemos reducido la belleza a un anuncio de perfume. Belleza, esa palabra tan profunda y de tanto significado, ha sido raptada en nuestro mundo por la superficialidad y la apariencia. De tanto bombardearnos con cuerpos y caras bellos, generalmente asociamos la belleza a la perfección física de una mujer o un hombre, una perfección que responde automáticamente a cuerpos debidamente delgados, bronceados, depilados y sensuales. A veces incluso utilizamos la palabra belleza en contraposición con otras cualidades de la persona como la inteligencia o el carácter.
Sin duda, nos han raptado la palabra belleza. Como si la belleza fuese algo superficial, como si la belleza fuese un lujo que debemos pagar en una perfumería o en un gimnasio. Nos olvidamos de la verdadera belleza, esa tan necesaria para poder vivir. Los seres humanos necesitamos la belleza, pero no la de los anuncios de perfumes; necesitamos la emoción que provoca la belleza de apreciar los resultados de una obra bien hecha; la belleza del arte que nos acerca a la verdad, de la música que nos transporta; la belleza de un atardecer en la naturaleza; la belleza de las buenas obras de ficción, que a través de la emoción y de un magistral acuerdo entre contenido y forma nos ayudan a entender el mundo; la belleza de un gesto de empatía o solidaridad.
Confundimos la belleza con algo bonito, algo que combine con el color de nuestras paredes o de nuestros zapatos. Pero la belleza, la verdadera belleza, se puede permitir el lujo de ser incluso incómoda. Es más, diría que el arte que nos incomoda es el que más verdad contiene. Y la belleza es una manera de acercarse a la verdad.
Necesitamos la belleza para vivir. Y en este mundo en el que todo se valora por el dinero que genera, nos olvidamos de ella, la menospreciamos, o la raptamos para ponerla en venta en un anuncio de perfume con acento francés.