No es fácil tomar decisiones. Quizá decidir sea de los retos más difíciles que se nos presentan en la vida. Hay veces, muchas veces, que las personas preferimos darle vueltas constantemente a una rotonda, con el riesgo de marearnos, a tomar una de las salidas. ¿Cuál de ellas será la mejor? Y, sin embargo, estamos tomando decisiones todos los días, a veces de manera inconsciente, incluso a veces a través de “tomar indecisiones”. Porque no tomar una decisión, o demorarla hasta dejarla morir, es también decidir: decidir no hacer nada. Y eso también tiene sus consecuencias.
Tomar decisiones es difícil, pero creo que es lo que hace que una persona se sienta viva. Decidir es un derecho que nos hace sentirnos capaces de cambiar las cosas, que nos da poder, pero es difícil porque ante una decisión siempre aparece el miedo a equivocarse, a perder lo que se tiene o lo que te ofrecen el resto de caminos. Porque decidir es elegir, pero, al mismo tiempo, es renunciar. Y no hay decisión que no suponga una pérdida.
Hay personas que esperan. Y esperan. Y esperan. Tienen que verlo todo muy claro antes de tomar una decisión. Y es cierto que hay que pensar, que precipitarse puede ser peligroso, pero pretender verlo todo con claridad antes de decidir supone en muchos casos no tomar nunca la decisión, porque toda decisión tiene su zona de sombra, que sólo podremos descubrir una vez que la tomemos.
Decidir es difícil pero hay algunas decisiones más difíciles que otras. A veces oigo comentarios que critican que una madre o un padre decidan arriesgar la vida de sus hijas e hijos metiéndolos en una balsa o en una patera para intentar llegar a Europa. Deberían hacer el ejercicio de ponerse en la piel de quien tiene que tomar tan cruda decisión: morir en su tierra o arriesgarse a morir intentando escapar de la misma. Y mientras tanto, Europa “tomando indecisiones”, dando vueltas y vueltas sin parar a una sangrienta rotonda.
Decidir
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